Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

Cada vez que oigo hablar del Gran Ducado de Luxemburgo no puedo menos que asociarlo en la imaginación con la Zenda cinematográfica en la que Stewart Granger luchaba a espada con James Mason, o con las Sildavia y Borduria que pugnaban por el cetro de Ottokar en una de las muchas aventuras de Tintín. Pequeños países centro europeos de frondosos bosques y castillos adornados con estandartes medievales en los que todavía habitan reyes, príncipes y demás nobles, vestidos con recargados uniformes al más puro estilo de los viejos húsares napoleónicos. Evidentemente, el actual Luxemburgo tiene de todo eso, desde su reducido tamaño el león rampante de su escudo de armas, los verdes paisajes o las construcciones palaciegas, pasando por su monarquía, con un Gran Duque a la cabeza. Pero, en todo caso, se trata de un país moderno que, con los años, se ha convertido en un importante centro financiero en pleno corazón del viejo continente.

Y si se trata de deporte, lo primero que se me viene a la cabeza hablando de Luxemburgo son nombres de ciclistas. Al fin y al cabo, el pequeño país, de poco más de 2500 kilómetros cuadrados de extensión y apenas medio millón de habitantes en la actualidad, ha dado nada menos que cuatro ganadores del Tour de Francia. El primero, François Faber, luxemburgués aunque nacido en Francia, fue además el que inauguró las victorias foráneas en la ‘Grande Boucle’ con su triunfo en la edición del 1909. El siguiente, Nicolas Frantz, se impuso en dos ocasiones consecutivas, en los años de 1927 y 1928, dominando de tal forma la segunda vez, cuando lideró de principio a fin, que se recuerda aquella prueba cómo el ‘Tour de Frantz’. El tercero, el gran Charly Gaul, precedió a nuestro Federico Martín Bahamontes en el palmarés de la ronda gala, venciendo en 1958. Y el cuarto, y último hasta la fecha, el menor de los hermanos Slechk, Andy, ‘heredó’ en el 2012 el maillot amarillo que había lucido dos años antes, en la celebración final de los Campos Elíseos, otro ciclista español, Alberto Contador, posteriormente descalificado tras un muy controvertido caso de dopaje. En total, cinco Tours para ciclistas luxemburgueses, una cosecha notable dadas las dimensiones del país y el tamaño de su población.

Pero si nos referimos a deporte olímpico, la lista de éxitos es mucho menor. De hecho, sólo hay registradas cuatro medallas para Luxemburgo en las diferentes participaciones de sus deportistas en los Juegos. Dos de ellas son relativamente recientes, las dos de plata logradas en los de Invierno por el fantástico esquiador de origen austriaco Marc Girardelli, uno de los reyes de las especialidades alpinas en los años ochenta y noventa, que terminó segundo tanto en el Slalom Gigante cómo en el Súper Gigante de los Juegos celebrados en el 1992 en la localidad francesa de Albertville. Y las otras dos medallas son bastante más antiguas, ya que se lograron en la primera mitad del siglo XX. Inauguró la exigua cuenta el levantador de peso Joseph Alzin, plata en los Juegos de Amberes del año 1920. Y la cerró uno de los campeones olímpicos más inesperados de todos los tiempos, el atleta Josy Barthel, vencedor contra todo pronóstico en la final de los 1500 metros disputada en Helsinki en el año 1952.

Nacido en 1927, Barthel había destacado en las competiciones militares de los primeros años de posguerra y tenía ya en su haber una participación olímpica cuando llegó a Helsinki en el verano del 52 formando parte de la reducida expedición luxemburguesa. Era un buen corredor (había sido finalista del 1500 en Londres cuatro años antes, terminando undécimo) pero nadie contaba con él para la lucha por las medallas. Y su aspecto de tranquilo oficinista, con mediana estatura, tez pálida y amplias entradas en su corto cabello, tampoco le hacía destacar en absoluto. No es de extrañar, por tanto, que en la multitudinaria ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de la decimoquinta olimpiada apenas nadie reparase en él mientras desfilaba junto a apenas cuarenta compatriotas tras la bandera del pequeño país centroeuropeo. Todos los ojos estaban puestos principalmente en las numerosas delegaciones presentadas por los Estados Unidos y por la Unión Soviética, que retornaba tras su ausencia en Londres dispuesta a plantar cara a los norteamericanos. Iba a ser la primera de las muchas ocasiones en que la guerra fría libraría una de sus batallas en el ámbito deportivo, con el objetivo para ambos países de encabezar el medallero cómo forma de demostrar la superioridad de su sistema y de sus políticas sobre las del eterno rival.

Una vez completado el desfile, los casi cinco mil representantes de las sesenta y nueve naciones presentes en los segundos Juegos de la posguerra, los primeros en los que también participaban los derrotados en el conflicto bélico, Alemania y Japón, se alinearon sobre el césped del estadio. Entonces, la atención de todos los presentes, espectadores y deportistas, se trasladó a la figura del último relevista de la antorcha olímpica que hacía su entrada en la pista. En un país cómo Finlandia ese hombre no podía ser otro que un corredor de leyenda nacido en la tierra de los mil lagos: el extraordinario Paavo Nurmi. El nueve veces campeón olímpico recorrió los últimos metros antes de hacer pasar la llama a un pebetero situado a pie de pista, preludio de la entrada en escena de otro mito del deporte finés que encendió instantes después el fuego olímpico en lo alto del estadio, el también varias veces campeón olímpico de atletismo Hannes Kolemainen. Todo ello entre los vítores de la multitud que los adoraba y bajo la atenta mirada de los atletas que, cómo Barthel, soñaban con emular sus hazañas corriendo sobre esa misma ceniza unos días después. En el caso del luxemburgués, que se había preparado a conciencia siguiendo las instrucciones del entrenador germano Woldemar Gerschler (el mismo que había llevado a la cumbre al gran Rudolf Harbig), la tarea se anunciaba más que complicada en unos Juegos que presentaban una participación en su prueba, los 1500 metros lisos, que aunaba calidad y cantidad.

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Paavo Nurmi portando la antorcha olímpica en el último relevo antes de encender el pebetero

La competición reina del mediofondo llegaba al año olímpico del 1952 en pleno periodo de transición. Durante la segunda guerra mundial y en la inmediata posguerra, los suecos, cuya política de neutralidad les permitió mantenerse fuera del conflicto bélico, habían dominado de forma rotunda en el 1500 y su entonces más prestigiosa versión británica, la milla. Suyos eran los records mundiales en ambas distancias, el de la carrera de medida ‘imperial’ poseído en solitario por Gunder Hagg, con un crono de 4:01.4 que le convertía en el hombre que más cerca había estado de alcanzar la cima del ‘Everest del atletismo’ que en aquellos años era, por lo inalcanzable, la barrera de los cuatro minutos para recorrer las cuatro vueltas a la pista de 440 yardas. Y la plusmarca de la ‘métrica’, situada en 3:43.0, la compartía Hagg con su compatriota Lennart Strant. Este último la consiguió en el 1947, un año antes de ser subcampeón olímpico del 1500 en los Juegos celebrados el 1948 en Londres, dónde le venció en la lucha por la victoria otro corredor del país escandinavo, Henrik Eriksson.

Pero aun batiendo records y ganando medallas olímpicas, vivir del atletismo no era una opción viable a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. Hagg ya se había retirado antes de los Juegos de Londres, y tanto Strant cómo Eriksson dejaron de competir poco después de conseguir sus medallas en Wembley. El campeón para dedicarse a su trabajo de bombero. El subcampeón y recordman mundial para dedicarse a otra carrera mucha más artística, la de concertista de piano.

Henrik Eriksson y Lennard Strand fueron primero y segundo para Suecia en el 1500 de los Juegos de Londres en 1948.

Su retirada era, en cierto modo, el símbolo del cambio que estaba a punto de producirse, no sólo en las pruebas de mediofondo si no en todo el atletismo en general. La época de los amateurs cien por cien puros, que se dedicaban más a sus estudios y a sus trabajos que al entrenamiento, empezaba a quedar atrás ante las nuevas tendencias, con sus métodos de preparación más continuados y una mayor dedicación al deporte. De todas formas, todavía iban a convivir durante algún tiempo ambos tipos de atletas, aunque en Helsinki ya se empezaría a vislumbrar una nueva era que, en lo que respecta al 1500, supondría además el paso del testigo de los atletas nórdicos a los anglosajones.

Entre los primeros, el relevo en Suecia a los sensacionales Hagg, Anderssen, Strant y Erikson no era ya de tanta calidad y, a la vez, había crecido el nivel de sus oponentes una vez dejada atrás definitivamente la guerra en países cómo Inglaterra, Alemania o Estados Unidos. El honor de los atletas vestidos de amarillo y azul lo iban a defender en Helsinki otro ‘Erikson’, pero con ‘c’ y dos ‘eses’ en el apellido y de nombre Ingvar, y, sobre todo, Ole Aberg, vigente campeón nacional de la distancia. Pero ni uno ni otro eran la mejor baza de los países nórdicos, cuyo representante con más posibilidades a priori era otro corredor de nombre muy sueco pero nacido y criado en Finlandia, Denis Johansson, que había hecho su debut olímpico cuatro años antes, cuanto apenas contaba con veinte de edad, terminando undécimo en la final de Londres. Johansson era un atleta todo clase aunque, según cuentan las crónicas de la época, un tanto despreocupado en sus hábitos: fumador habitual y con un atractivo físico que le confería un notable éxito con las mujeres, lo que en ocasiones tendía a distraerle de sus objetivos en la pista. Pero en Helsinki afrontaba la que sería su segunda experiencia en unos Juegos con la edad justa, 24 años, y la motivación extra de correr en casa, por lo que era la gran esperanza de la afición local.

El apuesto escandinavo no era el único de los finalistas en Londres que acudía a completar su segundo ciclo olímpico en la capital de Finlandia. Otros cinco repetían presencia en unos Juegos pero sólo uno de ellos, Josy Barthel, el luxemburgués con el que casi nadie contaba, conseguía de nuevo plaza en la carrera decisiva. Los cuatro restantes se quedaban por el camino, encabezados por el tercer medallista entonces, el holandés Willem Slijkhuis. A sus 29 años, el rápido atleta de los Países Bajos, campeón de Europa en el 1950 y cuyo elegante estilo de correr había llevado a la prensa inglesa a definir sus movimientos en la pista cómo ‘poesía en movimiento’, iba a tener, sin embargo, una aparición fugaz, lastrado por una lesión en el tendón de Aquiles que le impediría concluir la primera de las series clasificatorias.

Wim Slijkhuis, a la derecha en la foto junto a su compatriota Hans Harting, fue bronce en Londres pero llegó lesionado a Helsinki.

Otro que no pasaba de las series era el húngaro Sandor Garay, noveno en la capital británica y el más veterano del numeroso plantel de participantes en Helsinki, con 32 años de edad. Y aunque si superaban la primera criba, tampoco lograban alcanzar su segunda final consecutiva el checo Václav Čevona, ya también treintañero y que en Londres se había quedado a un paso de la medalla, terminando cuarto, y el cuatro veces campeón británico de la milla Bill Nankerville, sorprendentemente eliminado en la novedosa ronda semifinal a la que había obligado la gran cantidad de atletas inscritos en el 1500.

Precisamente esa carrera extra se había convertido, desde el momento en que tuvo conocimiento de su existencia, en motivo de gran preocupación para el joven inglés que había roto la racha de triunfos de Nankerville en el campeonato nacional de la distancia favorita en las islas. Se trataba de un estudiante de medicina, de 23 años de edad, llamado Roger Bannister, dotado de un extraordinario talento natural para correr y que representaba a la perfección el ideal del ‘sportman’ universitario británico: aquel que competía por placer y de un modo totalmente amateur. Precisamente por ello, el joven aspirante a médico no estaba acostumbrado a correr pruebas tan seguidas cómo las que proponía el calendario olímpico, y ello se dejaba sentir ya en la semifinal, que superaba con apuros tras terminar en la quinta plaza y visiblemente cansado.

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Roger Bannister logró el título británico de la milla en 1951

Aun con todo lo que significaba ser la gran esperanza británica para lograr el oro, Bannister no era el atleta que llegaba con mejor marca a Helsinki. Ese honor le correspondía a un corredor aun más joven, el alemán Werner Lueg. Apenas cumplidos los 21 años, el germano venía de igualar el record del mundo del 1500 tras cruzar la meta en 3:43.0 en la final de los campeonatos de su país. Un crono extraordinario, que incluso podría haber sido mejor de no relajarse algo en los últimos instantes, echando la mirada atrás para comprobar si el gran favorito, el potente Günther Dohrow, podía o no darle alcance. Ambos, junto a su compatriota Rolf Lamers, un sargento de policía de 25 años de edad, componían un temible trío en el retorno de los atletas alemanes a unos juegos por primera vez desde que los albergara Berlín en el ya lejano 1936.

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Werner Lueg acababa de igualar el record mundial y era el principal favoritos en el 1500 de Helsinki

Tanto Bannister cómo Lueg eran la punta de lanza de una nueva generación de mediofondistas que llegaba a Helsinki con la firme intención de desbancar a los veteranos de la anterior olimpiada. Un grupo en el que también destacaba el mejor de la más reciente hornada de corredores de la milla estadounidenses, Wes Santee. Pero, sorprendentemente, el rapidísimo atleta de Kansas competiría en Finlandia en la prueba de 5000, no en la de 1500. La causa era que la AAU no le había permitido intentar clasificarse en los ‘trials’ para la distancia más corta, su prueba favorita y en la que tenía las mejores marcas, una vez lo había logrado en los cinco kilómetros. Su ausencia dejaba al frente del ‘Team USA’ en el 1500 a un veterano de Londres 48, Bob McMillen, reconvertido con éxito a la prueba del kilómetro y medio liso después de la decepción que supuso su experiencia olímpica en los tres kilómetros con obstáculos de cuatro años antes, que se saldó con nada menos que tres caídas.

Si que tomaban parte en el 1500 otros cuantos nuevos valores, cómo el francés de origen argelino Patrick El Mabrouk, subcampeón de Europa dos años antes cuando apenas contaba con veintidós de edad. O el húngaro Sándor Iharos, quien a sus 22 años apuntaba ya muchas de las maneras que, en temporadas posteriores, le llevarían a unir su nombre con el del mítico Nurmi en el honor de ser los únicos con records del mundo en tres distancias tan diferentes cómo el 1500 el 5000 y el 10000. También venía precedido de muy buena fama el australiano John Landy, del que decían maravillas los que le habían visto competir en la temporada de verano del hemisferio sur, impresionados por su tesón y su capacidad para correr de principio a fin a fortísimo ritmo. Sin embargo, los Juegos Olímpicos llegaban demasiado pronto para estos dos jóvenes atletas, llamados a ocupar los primeros puestos en el futuro pero que en Helsinki no pasaban siquiera de la primera ronda, cayendo ambos eliminados tras ser quintos en sus series, a un puesto de conseguir una de las cuatro plazas por carrera que daban acceso a las semifinales.

Y es que aun con el talento de corredores cómo Iharos o Landy, ganarse un puesto en la gran final estaba más caro que nunca. Después de dos jornadas de dura criba, la primera con seis series y la segunda con dos semifinales, los doce atletas que había logrado superar ambas rondas afrontaban la final el 26 de julio, su tercer día consecutivo teniendo que salir a la pista del estadio de Helsinki para correr 1500 metros. Un duro esfuerzo que iba a pasar factura, contribuyendo en buena medida al desarrollo y desenlace de la esperada carrera decisiva. Entre la docena de finalistas había tres países con dos representantes. Los suecos Aberg y Ericsson soñaban con emular el doblete de sus compatriotas Erikson y Strant cuatro años antes. Los estadounidenses contaban con el experimentado McMillen y el joven campeón universitario de la milla, Warren Druetzler. Y por Alemania estaban Lueg y Lamers, con el segundo dispuesto a hacer labor de equipo a favor del recordman mundial. Los otros seis finalistas eran el ídolo local, Johansson, el británico Bannister, el galo El Mabrouk, el australiano Don McMillan y el noruego Audun Boysen, otro joven atleta que daría que hablar en el futuro.

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Los tres atletas en los que estaban depositadas las esperanzas de lograr medallas para Gran Bretaña en atletismo: Roger Bannister (1500 metros), Chris Chataway (5000) y John Disley (3000 metros obstáculos)

La final comenzaba de acuerdo al plan que tenían previsto los alemanes, con Lamers sacrificando sus opciones a favor de Lueg y tirando fuerte desde el principio. Su compatriota, con la confianza que le daba haber igualado la plusmarca mundial antes de los Juegos, se sentía capaz de volver a correr a ese ritmo y quería una prueba rápida. Su objetivo era desgastar a los corredores de fuerte final, cómo Bannister, que acostumbraba a ganar en los últimos metros gracias a su espectacular cambio de ritmo.

El primer cuatrocientos cumplía las expectativas de Lueg. Lamers lo pasaba al frente de un estirado grupo en un excelente registro de 57.8… pero no podía seguir a esa velocidad mucho más tiempo. El cansancio acumulado de los dos días anteriores se dejaba sentir y el alemán bajaba su rendimiento en el segundo giro. Los doce competidores se reagrupaban y el paso por el ochocientos ya se iba por encima de los dos minutos, con un segundo parcial casi cuatro segundos más lento que el primero. Lueg no tenía más remedio que relevar a su compañero al frente de la carrera mucho antes de lo que hubiese deseado y, aunque apretaba algo, no se decidía a incrementar demasiado el ritmo cuando aun restaba casi media carrera. El tercer giro se convertía entonces en un tenso compás de espera antes del toque de campana final, al que se llegaba con Lueg por delante y todos sus rivales pegados a él, vigilantes y calibrando las fuerzas que les quedaban y la distancia aun por recorrer.

La carrera estaba muy abierta. El tercer cuatrocientos acababa siendo un poco más rápido que el segundo y por el 1200 se cruzaba en 3:03. Entonces Lueg decidía no esperar más y aceleraba con violencia, cobrando de inmediato ventaja en la recta de contrameta. Tras él salía Barthel, seguido de Bannister, El Mabrouk y McMillan. El resto cedía terreno y ya no tendría opción a las medallas, que se iban a jugar entre ellos cinco.

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Lueg por delante de Barthel, McMillan, Bannister y El Mabrouk en la última curva

En la última curva la de oro parecía ya adjudicada para Lueg, que seguía por delante con cuatro o cinco metros de diferencia. De todas formas, el alemán no las tenía todas consigo. Cuando entraba en la recta final su zancada ya no era tan larga ni tan ágil, su velocidad se bajaba y en su cabeza crecía el temor de ver llegar por su derecha a Bannister, siempre temible en los últimos metros. Pero los que aparecían cómo una exhalación no eran el británico, al que en esos momentos le pesaban las piernas aun más que al alemán, si no otros dos atletas de camiseta blanca atravesada por bandas rojas y azules. Uno de ellos, el primero en superar a Lueg, las llevaba horizontales cómo las del equipo de Gran Bretaña, pero la azul era más clara, con el tono celeste de Luxemburgo. Se trataba de Barthel, que había entrado en la recta sprintando con fuerza para recortar en un abrir y cerrar de ojos la diferencia que le separaba del alemán, al que rebasaba cuando aun restaban cincuenta o sesenta metros. El otro, que venía aun más deprisa, lucía los colores rojo y azul en líneas inclinadas, acompañadas del escudo con las barras y estrellas de los Estados Unidos. Era McMillan, que dejaba atrás a Lueg a la vez que se echaba encima de Barthel cuando la meta estaba ya a menos de treinta metros. Pero su fulminante ataque había empezado tarde. Aunque la distancia que le separaba del primero era cada vez menor no quedaba espacio suficiente para enjugarla por completo. Barthel rompía la cinta con su pecho mientras levantaba los brazos y su rostro se iluminaba con una sonrisa de felicidad plena que contrastaba con los agónicos gestos de sus perseguidores. A su derecha, McMillan entraba en segunda posición pese a su postrero esfuerzo, adelantando el tronco y echando atrás la cabeza mientras abría la boca al máximo en busca de una última bocanada de oxígeno que le pudiese impulsar algo más deprisa. A su izquierda Lueg, con los dientes apretados, tenía que conformarse con ser tercero mientras en su fuero interno seguro que maldecía su error de cálculo, se había precipitado al cambiar en el ‘trescientos’ y lo pagaba caro. Algo más atrás, emparejados y con similar mueca de crispación, llegaban Bannister y El Mabrouk. Para el francés el quinto puesto sabía a poco. Para el británico el cuarto lugar era un auténtico fracaso... ¡aspiraba al oro y finalmente no lograba siquiera el bronce! Las tres carreras en tres días le habían dejado vacío, sin reservas para ejecutar su habitual cambio de ritmo en los metros finales.

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Barthel cruza la meta por delante de McMillan y Lueg, con Bannister y El Mabrouk algo más atrás

Mientras un exhausto Bannister tenía que apoyarse en McMillan nada más cruzar la meta para no caer rendido al suelo, Barthel no cabía en sí de gozo. Y cuando miraba los tiempos en el marcador tenía otro motivo de satisfacción. Además de lograr la medalla de oro había establecido un nuevo record olímpico, superando con su crono de 3:45.2 el 3:47.8 conseguido por Lovelock en los juegos de Berlín en el 1936. Un registro que había sobrevivido a los de Londres en el 48 cuando la final se disputó sobre una pista encharcada por la lluvia y el vencedor terminó apenas un par de décimas por debajo del 3:50.

Imágenes de la final de 1500 en los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952

La gran sorpresa se había consumado. Profundamente emocionado por lo que acababa de conseguir, el atleta del pequeño país centroeuropeo subía a lo más alto del podio mientras los organizadores trataban de encontrar la bandera de Luxemburgo y la partitura de un himno que nunca antes había sonado en unos Juegos Olímpicos. Lo primero lo conseguían, lo segundo no. Barthel recibía la medalla de oro de manos del príncipe heredero de su patria, miembro además del COI, y la banda de música debía improvisar a duras penas una melodía que sonase de modo más o menos similar al Heemecht, la canción que en su letra habla de los verdes paisajes del Gran Ducado y los héroes que la hicieron libre.

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Máxima emoción para Barthel en lo más alto del podio, flanqueado por Lueg y McMillan

Aunque pudiese parecer casual, el sorprendente triunfo de Barthel en Helsinki no fue flor de un día. Ni tampoco la última vez que el luxemburgués se impuso rompiendo los pronósticos. Dos años después, cuando residía en los Estados Unidos, a dónde se había desplazado para completar sus estudios de químicas con un master de ingeniería medioambiental en la prestigiosa universidad de Harvard, el atleta centroeuropeo logró otra victoria de gran prestigio y muy notable significado. A principios de 1954 se impuso en la ‘Wanamaker Mile’, la milla que suponía el punto culminante en cada edición de los Millrose Games en el Madison Square Garden de Nueva York. Y al cruzar primero la meta en la vertiginosa pista de madera del templo del deporte neoyorquino se convirtió en el primer atleta no estadounidense que ganaba la carrera. Un gran éxito al que siguió apenas un mes después el título indoor nacional de la milla, superando de nuevo a todos los mejores mediofondistas norteamericanos.

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Josy Barthel cruza la meta en primera posición en la ‘Wanamaker Mile’ durante los Millrose Games del 1954 en el Madison Square Garden

De vuelta a su país natal una vez terminados sus estudios, Barthel se dedicó ya por entero a su profesión de químico. Y años después, apoyado en la fama que le supusieron sus éxitos deportivos, en cuyo reconocimiento se dio su nombre al principal estadio de fútbol de Luxemburgo, el exatleta acabó haciendo carrera en política, primero cómo presidente del comité olímpico nacional y después cómo ministro de infraestructuras. Dos logros más que añadir a sus triunfos en las pistas, entre los que el oro de Helsinki sigue siendo el mayor éxito logrado jamás por un deportista luxemburgués en Juegos Olímpicos.

Eso sí, respecto a esto último hay un curioso corolario para esta historia. Porque en el 1990, dos años antes de la muerte de Barthel, un periodista francés, Alain Bouille, descubrió que el ganador de la maratón olímpica de París en el 1900, Michel Theato, que en todos los registros figuraba cómo representante de Francia, en realidad había nacido en Luxemburgo. Y aunque vivió buena parte de su vida en la capital gala nunca llegó siquiera a solicitar la nacionalidad, así que se le debería considerar cómo luxemburgués. Pero aunque el comité olímpico nacional del país centroeuropeo presentó años después, en el 2004, una protesta formal ante el COI, solicitando que se considerase el triunfo de Theato cómo obtenido por un atleta de Luxemburgo, la petición fue denegada y, a día de hoy, cuando ya han transcurrido más de sesenta y cinco años desde su sorprendente victoria en Helsinki, Josy Barthel sigue siendo oficialmente el único campeón olímpico del Gran Ducado.

MÁS INFORMACIÓN:

DISTANCE RUNNER BARTHEL'S LATE PUSH EARNS GOLD - episodio 13 de la serie de videos ‘The Olympics on the record’ del canal oficial del COI

JOSY BARTHEL: TEARS FOR LUXEMBOURG - artículo de Andrew McDonald sobre la final de los 1500 en los JJOO Olímpicos de Helsinki

1952 OLYMPIC GAMES - HELSINKI, FINLAND – artículo sobre los JJOO Olímpicos de Helsinki en la web sobre historia del atletismo ‘racingpast.com’

JOSY BARTHEL, OLYMPIC CHAMPION – biografía de Barthel.

LUXEMBOURG BARTHEL JOSY OLYMPIA 1952 HELSINKI MEDAL PHOTOS REVUE - recuerdos de la victoria de Barthel a la venta en la web luxemburguesa nostalgia.lu

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