Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

La mujeres africanas dominan las pruebas de mediofondo y fondo en los Juegos Olímpicos con tanta o más superioridad que sus compañeros de equipo masculinos. En los últimos celebrados hasta la fecha, los de Río de Janeiro en el 2016, ganaron las cuatro medallas de oro en disputa en las carreras de 800, 1500, 5000 y 10000. Y en los anteriores, los de Londres en el 2012, también vencieron en esas cuatro distancias mujeres nacidas en África, aunque una de ellas, Maryam Yusuf, compitiera por Barhein. Todas ellas, además, tienen en común ser corredoras de raza negra, la mayoría nacidas en Kenia o Etiopia.

Sin embargo, no deja de resultar curioso que, haciendo un repaso al historial del atletismo olímpico femenino, nos encontremos con que las dos primeras representantes del continente africano que lograron ganar una medalla de oro no fueron ni corredoras de fondo ni mujeres de raza negra.

De hecho, la primera campeona olímpica del atletismo africano fue una atleta de características totalmente opuestas al estereotipo de delgada mediofondista, de corta estatura y piel color ébano. Todo lo contrario. La primera medalla de oro conseguida por una atleta de un país africano en unos Juegos Olímpicos la ganó una saltadora, de elevada estatura y tez pálida. Se llamaba Esther Cornelia Brand, había nacido en Sudáfrica y su apellido de soltera, el muy neerlandés Van Heerden, denotaba bien a las claras el origen europeo de sus ancestros. A los 18 años, en 1941, aquella espigada chica, de metro ochenta y cinco de estatura y piernas interminables, ya saltaba 1.66. Un registro que la situaba a sólo un centímetro del record mundial de entonces, en poder de Dora Ratjen, una alemana que, en realidad… ¡era un alemán! El engaño no se descubriría oficialmente hasta mucho tiempo después, en 1960, momento en que la IAAF le reconocería a Esther el mérito de haber sido plusmarquista mundial diecinueve años antes. Para entonces, la sudafricana ya se había retirado de la competición, no sin antes conseguir su mayor éxito cuando pocos contaban con ella.

Había sido en 1952 cuando, a punto de cumplir los 30 años, Esther Brand trabajaba de mecanógrafa en la oficina de un procurador, pero seguía practicando el atletismo y quería competir en los Juegos Olímpicos que se iban a celebrar en Helsinki. Sin embargo, el comité olímpico sudafricano no estaba por la labor. En aquellos tiempos, una mujer cercana a la treintena era considerada poco menos que ‘vieja’ para el deporte. Y el viaje desde la punta más alejada de África al extremo norte de Europa resultaba muy caro como para ‘malgastar’ recursos con alguien a quien consideraban sin posibilidades de triunfar. Así que la atleta de Springbok no era seleccionada, por cuestiones de edad y ahorro económico. Una decisión que Esther no estaba dispuesta a aceptar. Removía Roma con Santiago, organizaba una colecta para recaudar fondos y acababa consiguiendo el dinero necesario para costearse el desplazamiento y participar en dos pruebas, el lanzamiento de disco y el salto de altura. En la primera no pasaba de la calificación, y seguro que habría ya quien pensara que, en efecto, era demasiado mayor para competir al más alto nivel internacional contra chicas más jóvenes.

La soviética Chudina, medallista en jabalina, longitud y altura en Helsinki.

Pero su actuación en el salto de altura disipaba cualquier duda al respecto. Saltando con el rudimentario estilo de ‘tijeras’, Esther superaba a la primera el listón en todas las alturas desde el 1.40 al 1.61 y se colocaba en primera posición cuando ya sólo quedaban tres atletas en competición. La medalla estaba asegurada. El oro se ponía complicado sobre 1.63, cuando la polifacética Aleksandra Chudina, una exjugadora de hockey y de voleibol que también participaba con éxito en las pruebas de longitud y jabalina, pasaba a la primera mientras Esther cometía su primer nulo, aunque superaba la altura al segundo intento. Sin embargo, la soviética fallaba en la siguiente altura, el 1.65, listón que franqueaba la sudafricana al segundo intento y la británica Sheila Lerwill en la tercera tentativa. La lucha por la victoria se convertía entonces en un mano a mano entre ambas, la sudafricana más alta pero con un estilo teóricamente menos efectivo. La británica más ágil y saltando con el más sofisticado método del ‘rodillo’.

Los dos primeros intentos de ambas sobre 1.67 terminaban con el listón en el suelo. En el tercero, Lerwill volvía a derribar mientras Brand lograba elevarse por encima de la barra con un decidido brinco y un rápido movimiento de zigzag de sus dos largas piernas. El oro era suyo, Esther Brand se había convertido en la primera Campeona Olímpica del Atletismo Africano. Un logro que en pocos sitios se le reconoce, quien sabe si por proceder de Sudáfrica, país que poco después, debido a su política racista de ‘apartheid’, quedó fuera del movimiento olímpico durante un buen número de años. Y, curiosamente ¡ni siquiera es ella la retratada en la primera foto que aparece si se buscan imágenes con su nombre en Google! Pero, cuestiones políticas y raciales aparte, es indudable su mérito y totalmente incuestionable su lugar en la historia como primera mujer que consiguió una medalla de oro en atletismo representando a un país del continente africano.

Utilizando el estilo de ‘tijeras’, Esther Brand consiguió superar el 1.67 para ganar el oro en Helsinki.

La siguiente campeona olímpica del atletismo africano tardó treinta años en llegar. Y tampoco fue una mediofondista de raza negra. En los juegos de Los Ángeles de 1984 se añadieron al programa atlético femenino dos pruebas nunca disputadas hasta entonces por las mujeres en una cita olímpica, la maratón y los 400 metros vallas. En la clásica distancia de los cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros compitieron las mejores especialistas de las pruebas en ruta y triunfó una de las favoritas, la estadounidense Joan Benoit. En cambio, la carrera de la vuelta a la pista corriendo mientras se superan diez ‘vallas bajas’ de 76.2 centímetros de altura deparó una enorme sorpresa. Se trataba de una competición claramente dominado aquellos años por las atletas de la Unión Soviética y la Alemania Oriental. Pero el boicot de los países del Este europeo a los juegos norteamericanos, alentado por las autoridades de Moscú en respuesta al sufrido cuatro años antes por sus juegos a cargo de Estados Unidos, daba una inesperada oportunidad a atletas de otros países en una prueba que se presentaba muy abierta.

Final de los 400 metros vallas femeninos en el Campeonato del Mundo de Helsinki 1983.

En el Campeonato del Mundo del año anterior, celebrado en Helsinki, las cinco dos primeras clasificadas habían sido soviéticas y las tres siguientes alemanas del este. Debido al boicot, ninguna de las cinco estaba en Los Ángeles. De las tres restantes finalistas del mundial, dos acudían a los Juegos y alcanzaban la carrera de la lucha por las medallas, para las que eran favoritas. Se trataba de la sueca Ann-Louisse Skoglund y la rumana Cristeana Cojocaru. Junto a ellas, iban a luchar por los metales otras seis mujeres entre las que todos los favores del público estaban con la estadounidense Judi Brown. Además, eran también de la partida la rápida jamaicana Sandra Farmer, la eficaz australiana Debbie Flintoff, la técnicamente impecable Tuija Helander, de Finlandia, y la revelación hindú P.T. Usha. Completaba el grupo de ocho una joven atleta marroquí, Nawal El Moutawakel, que estudiaba en Estados Unidos y con la que apenas nadie contaba en los pronósticos.

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Nawal El Moutawakel pasando una valla en la semifinal olímpica de Los Ángeles 1984

A sus 22 años, los juegos de Los Ángeles eran la segunda gran competición internacional de Nawal, que el año anterior había caído eliminada en las semifinales del mundial. Alcanzar la final olímpica era ya un importante paso adelante y poco menos que un sueño hecho realidad. Se podía dar por satisfecha, pero su entrenador la veía con opciones de conseguir más, sobre todo tras verla correr muy suelta en su semifinal, que terminaba tercera, muy cerca de las dos grandes favoritas, Skoglund y Cojocaru, y con un crono mejor que el conseguido por las cuatro atletas que se clasificaban en la otra semifinal. Un metal estaba a su alcance, y el oro no era una quimera. Nerviosa ante tales expectativas, la joven marroquí, única mujer en la delegación de su país, apenas si podía pegar ojo la noche antes de la carrera. A la mañana siguiente, cuando saltaba a la pista, se encontraba muy tensa en el centro de aquel estadio abarrotado, agobiada por la sensación de tener encima la mirada de miles de ojos. Una tensión que se acrecentaba cuando, en el momento de la salida, el primer disparo era seguido de un segundo… ¡salida falsa! Al instante, Nawal pensaba que había sido ella. Y cuando veía que los jueces no la indicaban a ella si no que se trataba de un problema con el sistema de salida, sentía una extraordinaria liberación.

Los nervios habían desaparecido para dar paso a una calma absoluta y una concentración total. Situada en la calle 3, con su camiseta verde claramente visible entre las amarillas de la sueca Skoglund, por la 1, la rumana Cojocaru, por la 2, y la jamaicana Farmer, por la 4, la marroquí partía como una exhalación en la segunda salida y atacaba la primera valla en cabeza, A la altura de la tercera, completando la primera curva, seguía siendo la que llegaba antes que ninguna otra a cada obstáculo y ya le había cogido la compensación tanto a Farmer, en la calle inmediatamente superior a la suya, como a Usha, que iba por la cinco. Su ritmo no decaía en la contrarrecta, hasta el punto de que entraba en la curva final incluso con más margen, recorriendo el viraje ya por delante de Helander, que iba por la calle 7, y practicamente a la altura de Flintoff, en la 6, y la heroína local, Brown, que avanzaba por la 8 jaleada por el público y sin referencia alguna de por donde iban sus rivales.

Cuando por fin las veía, al entrar todas en la recta final, la estadounidense comprobaba que la mayoría estaban muy igualadas excepto una, la marroquí, que encaraba los últimos metros claramente por delante. Llegando a la penúltima valla parecía, por un momento, que Skoglund, en el interior, se acercaba a la líder. Pero la sueca se quedaba sin fuerzas y el trayecto entre el último obstáculo y la meta se le hacía larguísimo. No sólo no iba a poder alcanzar la primera posición sino que se vería superada por tres mujeres más. Por delante, en cambio, El Moutawakel apenas perdía velocidad pese al fuerte ritmo que había impuesto desde la salida. Seguía lanzada y se podía permitir el lujo de mirar a derecha e izquierda, para comprobar su ventaja, antes de cruzar la línea de meta celebrando su victoria con los brazos abiertos.

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Nawal El Moutawakel cruza la meta en primera posición

La joven atleta marroquí de 22 años de edad se convertía así en la primera campeona olímpica de los 400 metros vallas. Y también en la primera mujer de un país musulmán en ganar una medalla de oro en atletismo. Junto a su compatriota y también campeón olímpico en Los Ángeles, Said Aouita, ganador del oro en los 5000 metros, era recibida a lo grande en Marruecos. Para conmemorar su hazaña, el rey Hassan II decretaba que a partir de entonces, todas las niñas que nacieran en su reino el 8 de agosto, día de la victoriosa final olímpica de Nawal, debían de llevar su nombre. El nombre de la mujer que, treinta años después del oro de Brand en Helsinki, pasaba a ser la segunda campeona olímpica en la historia del atletismo africano.

Una lista que se duplicaría ocho años después, en los Juegos celebrados en Barcelona en el 1992. La cita olímpica en España depararía, además, las dos primeras medallas de oro para las atletas africanas en el que, desde entonces, ha sido su territorio de caza predilecto, las pruebas de medio fondo y fondo. Serían, además, dos triunfos de notable significado, más allá del deportivo.

El primero llegaría en los 1500 metros y tendría como protagonista a otra mujer procedente de un país del Magreb. Pero, a diferencia de la marroquí Nawal El Moutuwakel en el 84, cuando llegaba a Los Ángeles como ‘outsider’, en el 92 la argelina Hassiba Boulmerka ya contaba como una de las grandes favoritas al triunfo en Barcelona. Es más, como campeona del mundo en título, tras imponerse el año anterior en Tokio, Boulmerka era la mujer a batir cuando las doce finalistas se preparaban para tomar la salida de la final olímpica en el estadio de Montjuic.

Final del 1500 femenino en el Campeonato del Mundo de Tokio 1991.

Una docena de atletas entre las que había un buen número de amenazas para la argelina. La principal era el trío de ‘exsoviéticas’ formado por la subcampeona del mundo en Tokio, Tatyana Dorovskikh, la tercera en esa misma carrera, y campeona mundial ‘indoor’, Ludmila Rogachova, y la campeona de Europa bajo techo Yekaterina Podkopayeva. Tres atletas que, como el resto de compatriotas, competían en Barcelona encuadradas en lo que se llamó ‘equipo unificado’ tras el colapso de la URSS. Además, estaban la veterana pero todavía temible campeona olímpica de 800 en el 84, Doina Melinte, y su compatriota rumana Elena Fidatov, finalista del 1500 en el mundial de Tokio. También había dos representantes del pujante equipo chino, con su halo de misterio en cuanto a métodos de entrenamiento y capacidad real de sus atletas. Tanto Qu Yunxia como Liu Li eran toda una incógnita pero, también, dos mujeres a tener muy en cuenta. Como tampoco eran desdeñables las opciones de la otra atleta africana en la final, la joven ochocentista mozambiqueña María Mutola. Menos opciones debía tener, pese a su valentía y el aliento del público local, nuestra Maite Zúñiga. Y tampoco contaban demasiado en los pronósticos la estadounidense Patti Sue Plumer, por mucho que en su curriculum hubiera victorias de prestigio. como la milla de la quinta avenida de Nueva York, y la polaca Malgorzata Rydz, octava en el mundial del año anterior.

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La rusa Rogachova con la camiseta verde del equipo unificado en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92

Un plantel de lujo para una carrera que salía lanzada desde el primer metro, con las exsoviéticas, vistiendo de verde en lugar de su clásico rojo de siempre, marcando la pauta con la intención de asfixiar a las mujeres que, como Bulmerka, Melinte o Mutola, gozaban de mejor final. Rogachova completaba el primer cuatrocientos en sesenta segundos, seis más deprisa que en Tokio cuando también había tomado la iniciativa apenas comenzada la prueba para acabar viéndose superada en el sprint final por la argelina. Pero, aunque el fuerte ritmo de la rusa estiraba pronto el grupo no sorprendía a Boulmerka, que se pegaba a ella como una lapa, intercalándose entre la primera componente del equipo unificado y sus dos compañeras. Las cuatro atletas de camiseta verde pasaban el ochocientos por delante, en 2:05 y siempre con Rogachova marcando el ritmo. En ese momento se acercaba a las primeras plazas la china, que se situaba tercera en el mil, cubierto por Rogachova en 2:37.85. Una marcha realmente exigente, que dividía la docena de participantes entre cinco que aún podían pensar en luchar por las medallas, las tres rusas, la argelina y la primera de las chinas, y siete que tendrían que conformarse con pelear por lo que estas les dejasen.

Al toque de campana, Rogachova continuaba por delante. Y se mantenía en la primera posición en la contrarrecta, alargando la zancada y estirando cada vez más el quinteto de cabeza. Pero aunque sus dos compañeras y la china Yunxia cedían algo de terreno, Boulmerka continuaba pisándole los talones. La suerte estaba echada. Al entrar en la última curva, la argelina cambiaba con decisión, superaba a la rusa por el exterior y se iba imparable en busca de la línea de meta. Los últimos doscientos metros eran una exhibición en solitario de la campeona del mundo, avanzando con paso firme, expresión decida y mirada fija al frente. Nadie la podía seguir, nadie la iba a detener. Boulmerka cruzaba la meta sin mirar atrás, con una amplia ventaja, para ganar la medalla de oro. Además de Campeona del Mundo ya era también Campeona Olímpica.

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Hassiba cruza la meta como ganadora del 1500 en los Juegos de Barcelona 92

Un doble éxito de más valor en su caso, dadas las circunstancias que le había tocado vivir. Perseguida y amenazada por el fanatismo de los extremistas religiosos de su país, que consideraban inadmisible ver a una mujer musulmana con los brazos y la piernas al aire en público, y no digamos compitiendo, Hassiba había tenido que abandonar Argelia y tenía que vivir bajo vigilancia por miedo a un posible atentado contra su persona. Aún así, no por ello había dejado de entrenar y correr, porque esa era la vida que había elegido y nada ni nadie le iba a impedir vivirla. Así que, después de todo, ganar esa carrera en el estadio olímpico ante las mejores atletas del mundo casi era, en realidad, lo más fácil que había realizado en los últimos meses. Su victoria era mucho más que un éxito deportivo, se trataba de todo un grito de libertad contra la intolerancia y la opresión a las mujeres predicada por los exaltados fundamentalistas del Islam.

Y sí el triunfo de Boulmerka transcendió, por su circunstancias personales, más allá del plano del deporte, lo mismo ocurrió, en este caso por el simbolismo de su desenlace, con la otra victoria de una atleta africana en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Se produjo en la prueba de los 10000 metros. Una competición en la que el pronóstico apuntaba, sobre todo, a la británica Liz McColgan, plata en Seul cuatro años antes y vigente campeona del mundo. Si acaso, como outsiders para hacer frente a la espigada corredora inglesa, se podría tener en cuenta a las chinas Zhong Huandi y Wang Xiuting, que había terminado justo tras ella en el 10000 del mundial de Tokio. O a la estadounidense Lynn Jennings, doble campeona del mundo de cross. En el resto del plantel de competidoras había dos buenas especialistas de la ruta, la germana Utta Pippig, ganadora de la maratón de Berlín, y la sudafricana Elana Mayer, que ostentaba el record de África de los 15 kilómetros. Pero tanto ellas como el resto, con una variada representación que abarcaba africanas (dos etíopes y una keniata), europeas (dos portuguesas, otras británica, una belga, una holandesa y una italiana), asiáticas (dos japonesas) y americanas (una segunda estadounidense y dos mexicanas), contaban, a priori, con menos opciones para la lucha por las medallas.

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Liz McColgan era la gran favorita en el 10000 femenino de Barcelona 92

La carrera comenzaba según el guión previsto en una calurosa y húmeda noche de agosto en Barcelona. McColgan se ponía al frente de las operaciones y lideraba el grupo a un ritmo en torno a los 3:05-3:10 por kilómetro. En cada vuelta se iba quedando atrás alguna de las competidoras, repartidas pronto como cuentas de un rosario que se esparcían alrededor de la pista. A mitad de competición la mitad de las veinte ya habían perdido contacto con el grupo de cabeza, siempre comandado por la infatigable británica, que seguía al frente también al paso por el seis mil. Entonces la fisonomía de la prueba cambiaba por completo. La sudafricana Meyer lanzaba un potente ataque y se iba sola por delante. Su fuerte tirón destrozaba el grupo de diez que hasta ese momento se habían mantenido juntas. Tras ella salía la etíope Derartu Tulu, una joven atleta, de veinte años de edad, de la que pocas referencias se tenían, aunque ya había dado muestras de su potencial proclamándose en las dos temporadas anteriores campeona del mundo junior de la distancia y subcampeona mundial absoluta de cross. Poco a poco, la etíope recortaba la ventaja de la sudafricana, y cuando restaban siete vueltas para el final la alcanzaba y se pegaba a su espalda. Las demás estaban cada vez más lejos mientras las dos atletas del continente africano seguían en cerrada formación, Meyer siempre por delante de Tulu.

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La sudafricana Meyer y la etíope Tulu destacadas en la parte final de la prueba

Era el escenario tantas veces visto en una carrera de fondo. Una situación en la que, casi siempre, quien hace todo el gasto tirando en cabeza acaba sucumbiendo. Meyer lo sabía, y su mirada atrás, con gesto cansado, a dos vueltas del final, no hacían sino acrecentar la sensación de que el desenlace estaba próximo. Había intentado ganar la carrera escapándose en solitario pero no había logrado despegar a una de las rivales. Su gesto crispado, con los dientes apretados, contrastaba con la relajada expresión de su compañera de fuga. Tulu estaba simplemente esperando su momento. Y este llegaba justo con el toque de campana que anunciaba la última vuelta. La etíope se abría a la calle 2 para adelantar a la sudafricana, que saludaba su paso con una inclinación de cabeza que denotaba rendición. El último cuatrocientos de Tulu era ya el equivalente a la vuelta triunfal, en solitario, sin presión, ovacionada por el público, saboreando una victoria que se certificaba cuando cruzaba la meta con los brazos en alto. Instantes después, llegaba Meyer, exhausta pero feliz con la segunda plaza. Era el primer doblete africano en una prueba de atletismo olímpico femenino. Y la primera vez que una africana de raza negra lograba una medalla de oro.

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Derartu Tulu y Elaine Meyer celebrando juntas tras finalizar la carrera

Además del hecho histórico desde el punto de vista meramente estadístico, el resultado alcanzaba aun más repercusión por el modo en que las dos atletas lo celebraban. Elane Meyer, representante de Sudáfrica, el país que había vuelto en Barcelona al movimiento olímpico tras tantos años apartado a causa de sus políticas racistas, se acercaba a Derartu Tulu y la felicitaba con un beso. Las dos se abrazaban y emprendían la vuelta de honor juntas, mirándose sonrientes, compartiendo un momento extraordinario no solo para ellas sino para cualquiera que lo estuviese viendo en el estadio o a través de la televisión. Dos mujeres africanas, de diferente raza, país y cultura, que habían luchado hasta el final por la victoria y ahora compartían la alegría del triunfo. Sin duda una de las imágenes inolvidables de unos Juegos que fueron mágicos no sólo para el deporte español.

Desde entonces, los triunfos de mujeres africanas en pruebas de atletismo olímpico han sido cada vez más numerosos, hasta llegar al dominio prácticamente total ejercido en las dos últimas ediciones de los juegos. El deporte femenino tardó en florecer en África, lastrado en muchos de sus países por los prejuicios sociales, además de por los condicionantes económicos. Pero, poco a poco, las mujeres del continente africano se han ido abriendo camino de forma imparable, siguiendo la estela de unas pioneras con procedencia y características personales tan diferentes como las primeras cuatro atletas que consiguieron medallas de oro olímpicas. La saltadora de altura de raza blanca, la vallista y la mediofondista musulmanas, y la fondista de raza nagra acabaron siendo, además de un ejemplo, toda una muestra de la rica diversidad de África.

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