El podcast dedicado a todo lo que tenga que ver con correr, nadar y pedalear
Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

Hace unos años fue Froome en vez de Wiggins. Mucho más recientemente llegó el turno de Thomas en lugar de Froome. Ahora ha sido Carapaz y no Landa. De un tiempo a esta parte parece que no siempre corren buenos tiempos para los teóricos jefes de fila de los equipos que aspiran a vencer grandes rondas con sus números 1. Aunque, tal vez, en el caso de este Giro de Italia que acaba de terminar, la jerarquía dentro de Movistar era más un deseo del ciclista vasco y buena parte de la afición y la prensa española que una realidad. O, al menos, esa es la sentencia que ha acabado dictando el juez más implacable del ciclismo, la carretera. Más allá de teorías, de tácticas y de declaraciones sobre quien es o no el líder, lo que pasa en carrera suele acabar poniendo a cada uno en el sitio que le corresponde. Y en el Giro del 2019 esos lugares fueron, en el caso de la escuadra navarra, el de líder para el ecuatoriano y el de gregario de lujo (más o menos convencido de su tarea) para el español.

Sin duda, la imagen de Richard Carapaz vestido de rosa, como triunfador final en Verona, es la principal historia que ha dejado la edición número 102 del Giro. Pero no la única, como tampoco es el rosa el color predominante en todas ellas.

FIJACIÓN POR EL AZUL

Entre los 176 ciclistas que tomaron la salida en Bolonia seguro que había unos cuantos que soñaban con vestir de rosa, aunque fuese sólo por un día. Menos serían los que tenían sus anhelos teñidos en el tono algo más oscuro del ‘ciclamino’, color casi siempre reservado a esa reducida estirpe de los sprinters. Unos pocos, los que tenían la edad para poder luchar por la ‘maglia’ reservada a los más jóvenes, se verían al espejo de sus pensamientos en inmaculado blanco. Pero había en todo el multicolor pelotón un ciclista en concreto que iniciaba las tres semanas del Giro con una total fijación por el azul. Ese ‘azurro’ tan italiano que identifica desde hace unos años al Rey de la Montaña del Giro con la poética justificación de ser el color del cielo sobre la cima de las cumbres a las que asciende la carrera. Aunque también haya una razón más prosaica en su elección, ya que se trata asimismo del tono corporativo de la empresa bancaria que patrocina esta siempre apreciada clasificación.

Giulio Ciccone partía de Bolonia con reflejos de azul en sus ojos más bien oscuros. No pensaba en otra cosa cuando cubría a ritmo tranquilo los primeros kilómetros de la contrarreloj inicial, guardando sus fuerzas para utilizarlas solamente en las empinadas rampas que llevaban a la meta. Independientemente de la posición que ocupase en la etapa cronometrada, quien tardase menos tiempo en cubrir esos metros de ascensión iba a ser el primer portador de la ‘maglia azzurra’. Para lograrlo, el joven escalador del Trek cambiaba de bicicleta justo antes de la ascensión y lo conseguía.

Era sólo el primer paso. En las siguientes jornadas, de recorridos mayoritariamente llanos, debía estar atento a las fugas para colarse en las que se produjeran cuando había cerca cotas puntuables. Una tarea a la que se empleaba con resolución y eficacia, sumando puntos aquí y allá para ir afianzando cada vez más su liderato en la clasificación de la montaña antes de que llegaran las grandes cimas. Sabía que no iba a poder estar siempre con los mejores en los más duros puertos de los finales de etapa que decidirían la general.

Pero Ciccone tampoco se iba a conformar con ser el rey de la montaña a base de imponer su punta de velocidad en pasos de segunda y tercera categoría. Hace cuatro años, cuando debutó en el Giro con sólo 20 de edad, ya había logrado una victoria de etapa en plenos Apeninos y con el temible Pian del Falco de por medio. Esta vez iba a repetir en un escenario aún más prestigioso. Aunque las adversas condiciones atmosféricas obligaron a eliminar del recorrido el mítico Gavia, la decimosexta etapa del Giro tenía en su trazado otra cima que ya es leyenda, la del Mortirolo. Y el primero en cruzarla era el delgado ciclista vestido de azul desde el final de la jornada de Bolonia. Ciccone se había metido en la fuga que se jugaba la victoria parcial unos minutos por delante del pelotón de favoritos y rubricaba su reinado de la montaña coronando en cabeza el coloso alpino para, a continuación, lanzarse a por todas en busca de la victoria de etapa. Una recompensa extra que conseguía pese a la rémora en que se convertía su poco colaborador compañero en los kilómetros finales, el checo del Astana Jan Hirt. Y poco faltó, además, para que sumara otra el último día de montaña.

Así, aunque en la general acabara terminando en una decimosexta posición, que no deja de ser meritoria pero tampoco es lo que se espera de los grandes escaladores en una ronda de tres semanas, Ciccone llegaba a Verona vestido de ese azul que tenía en mente desde que el principio. Adornado, además, con el paso por delante de todos en lo más alto del Mortirolo y con una victoria de etapa. Así que, en cierto modo, el ciclista del Trek alcanzó el reinado de la montaña recordándonos tanto el estilo de Faustino Fernández-Ovies como el de José Manuel Fuente, dos ciclistas que lo consiguieron allá por los años setenta, cuando el color de la ‘maglia’ que distinguía al líder de esta siempre prestigiosa clasificación era el verde que cubre los valles y las cimas de su Asturias natal.

EL MEJOR CAZADOR DE ETAPAS

Además de las jornadas con grandes cimas cerca de la meta (que acaban siendo, casi siempre, cosa de los hombres fuertes de la general), de las de terreno llano (que rara vez escapan al control de los equipos de los sprinters), y de las contrarreloj (coto privado de los especialistas en tan exclusiva materia), tres semanas de competición siempre dejan espacio a unos cuantos días en los que el resto de ciclistas pueden soñar con el triunfo parcial. Son esas etapas cuyo trazado muestra ese típico perfil lleno de subidas y bajadas que recuerda los dientes de una sierra. Los líderes se toman un relativo descanso, atentos y vigilantes siempre pero procurando economizar fuerzas. Y los velocistas saben que no va a ser su día porque, a poco que se fuerce el ritmo en las cuestas, van a ceder terreno o, como mínimo, energías que les harán falta en días más propicios.

Es entonces cuando salen del grupo los que no están en ninguno de esos grupos y, además, tienen las fuerzas y el valor necesarios para embarcarse en la aventura. No son líderes ni corredores que piensan más en la general que en los triunfos parciales aunque deben de defenderse bien en cuanto la carretera se empina, sea hacia arriba o hacia abajo. No son sprinters, aunque no está de más que sean lo suficientemente rápidos como para poder resolver a su favor una llegada contra varios rivales. No son contrarrelojistas pero tienen que ser capaces de rodar en solitario a ritmo alto y sostenido si llega el momento.

Una serie de cualidades que en este Giro del 2019 reunió más que nadie Pello Bilbao. Porque si ya es difícil ‘cazar’ una etapa de estas que se deciden con larga escapada en terreno agreste, mucho más complicado es conseguirlo dos veces. Que la segunda, además, la acabara logrando en plena lucha con los ‘capos’ de la carrera, cuando Carapaz, Landa y Nibali llegaron a la altura de los valientes que probaron suerte desde lejos en la última etapa de montaña, eleva a categoría de hazaña el doble triunfo del corredor vizcaino. Se dice que los de Bilbao nacen donde les da la gana. En el caso de Pello, que vino al mundo en Armentia, cerca de Guernica, este Giro dejó a sus compañeros de fuga la sensación de que este ciclista delgado y fibroso, apellidado Bilbao, gana donde y cuando quiere.

NO ES EL AÑO DE LOS BÓLIDOS ITALIANOS

Los prometedores resultados de los entrenamientos de pretemporada de la Fórmula 1 en el circuito de Montmeló llenaron de optimismo a los tiffosi. “La Ferrari c’é”, como dicen por allí, era el comentario general de prensa y aficionados. Pero, tres meses después, la Ferrari no está donde todos ellos esperaban y esa frase indica, en lo más alto, ganando carreras. Las seis disputadas hasta la fecha han sido para sus grandes rivales germanos de Mercedes y todo apunta a que el 2019 no va a ser el año de los bólidos italianos.

Tampoco lo ha sido en lo que respecta al Giro y su equivalente en velocidad a los grandes premios automovilísticos, las frenéticas ‘volatas’ en las que esos ‘bólidos humanos’ que son los sprinters se lanzan con el motor de sus corazones a tope de revoluciones en busca de ser el primero que cruza la línea de meta. El ‘Ferrari’ de este Giro era, debía ser, Elia Viviani. Pero el velocista italiano se acabó marchando de vacío incluso siendo el que pasó antes que nadie la llegada en una de las etapas. Fue en la tercera, que ganó tras cerrar a su compatriota Moschetti con una maniobra de esas que también en la Fórmula 1 censuran los comisarios, por dejar sin espacio al rival cuando trata de adelantar.

Y, también como en la Fórmula 1, donde el 2019 va camino de ser el año (¡otro más!) de los coches alemanes, el Giro, en lo que respecta a su versión velocista, identificada por la ‘maglia ciclamino’ del líder de la clasificación por puntos, terminó siendo para un ‘bólido’ germano. Pascal Ackerman, tal cual si fuera un Mercedes, ganó dos de las ‘volatas’ a las que aspiraba el Ferrari Viviani. Además, el colmo para esta comparación con el mundo del motor, se produjo en la llegada a Modena, la cuna del fundador de la famosa marca del ‘cavallino rampante’. A poco del final, Ackerman sufrió una caída, algo así como una salida de pista en la última vuelta de una de las flechas plateadas cuando va camino de la enésima victoria. La ocasión para Viviani de conseguir el triunfo que le era tan esquivo no podía ser más clara. Pero como si un Renault apareciese por el exterior de la última curva superando al monoplaza rojo cuando todo parece ya decidido a su favor, así vencía el galo Arnaud Démare a un desconsolado Viviani que, definitivamente, se daba por vencido y se marchaba para casa un par de días después, en vísperas de las, para él, inútiles etapas de montaña.

A VECES OCURREN MILAGROS

El pelotón no tiene clemencia. Y rara vez se equivoca. Por eso cuando en la decimooctava etapa, la última destinada a final al sprint, con un largo recorrido de más de 220 kilómetros, la mayoría en descenso, se produjo la típica fuga casi de salida pocos prestaron atención. Ya los cogerán, como siempre pasa en estos casos. Les van a dejar ir delante hasta cerca de meta, a distancia controlada, para que nadie más se atreva a saltar, y cuando falten diez o, como mucho, cinco kilómetros, los alcanzarán y los equipos de los sprinters acelerarán de tal modo que será imposible para ningún otro intentar siquiera el contraataque.

Es una cuestión de números. Los directores juegan con la distancia que falta, el tiempo que llevan los de cabeza, su velocidad y la que saben pueden alcanzar sus corredores cuando se pongan a tirar en serio. Las matemáticas son frías, despiadadas, no entienden de romanticismos. Por eso suele dar igual que el espectador empuje desde casa o la cuneta a esos fugados que, más que nunca, merecen el tan manido apelativo de ‘esforzados de la ruta’. El suyo va a ser, lo saben ellos, lo sabe el pelotón, lo sabemos todos, un esfuerzo sin recompensa más allá de la que supongan los aplausos que reciban a su paso y los minutos de publicidad en televisión para las marcas que lucen en sus maillots.

Pero a veces, aunque sea raro, las calculadoras también fallan. Se pueden quedar sin pilas, o los datos introducidos para resolver la ecuación no ser del todo correctos. O, simple y llanamente, cuando se llevan tres semanas de carrera las fuerzas no son las mismas que en la primera ni son tantos los equipos interesados en echar abajo la fuga. Entonces los números no salen tan fácil y cuando faltan 10 kilómetros los fugados siguen por delante, inasequibles al desaliento. Son tres, un alemán, Nico Denz, y dos italianos, Mirco Maestri y Damiano Cima. Tres corredores modestos, típicos aventureros sin esperanza en tantas fugas como esa. Pero esta vez va a ser diferente. Llevan unas cuantas horas juntos dando pedales y, aunque en ningún momento han querido ni pensar en ello, empieza a cruzar por su mente una idea loca “¿Y si no nos cogen después de todo?”. Entonces redoblan su esfuerzo, imprimen un renovado ímpetu a su pedaleo y el pelotón no los alcanza tampoco cuando faltan cinco, cuatro, tres o dos kilómetros. Poco después, lanzados a mil por hora con las pocas energías que les quedan, cruzan bajo la pancarta del último kilómetro; de esos mil metros finales que les acaban pareciendo más largos, e infinitamente más duros, que todos los cientos de miles recorridos hasta entonces.

Ya no hay marcha atrás. Es un todo o nada. O lo logran o sufren la mayor crueldad posible en una situación así, ser rebasados con la línea de meta a la vista. Dos van a perder de todas formas, los cojan o no. Pero da igual, ahora los tres tienen un objetivo común, que la loca aventura termine con final feliz para uno de ellos. No hay tiempo ya para tácticas o estrategias que les hagan regalar ni un segundo. El aliento del pelotón les llega a través del viento, mezclado en sus oídos con los gritos de ánimo de la gente desde las aceras y de sus directores en los pinganillos.

Por mucho que se esfuercen, saben que la velocidad del grupo es mayor. La distancia se reduce en cada pedalada pero la recta final ya está ahí.

Denz echa un último vistazo atrás y puede ver con claridad la mezcla de rabia, furia y esfuerzo en los crispados rostros de los lanzadores que abren la marcha del insensible pelotón perseguidor.

El alemán lanza el sprint del trío de locos que se niega a rendirse. A 200 metros, con el pelotón apenas 50 por detrás, no puede más y le rebasa Maestri. Casi inmediatamente, Cima arranca pegado a las vallas del lado izquierdo, empujado tanto o más por el deseo que por las pocas fuerzas que le pueden quedar. Saca de rueda a sus dos compañeros de aventura y se lanza hacia la llegada sin mirar atrás.

No quiere ver lo que parece inevitable. Lo que ya lo es para Denz y Maestri, engullidos por la voraz punta de lanza del estirado grupo, liderado por el poderoso y velocísimo Ackerman. Pero el germano, o su equipo, o todos, desde su director hasta los de los rivales y los lanzadores de todas las formaciones de los velocistas que ansiaban la victoria en la última oportunidad que les daba el recorrido, han calculado mal.

Cuando la rueda delantera de su bicicleta llega a la altura de la trasera de la montura de Cima es demasiado tarde. El corredor del pequeño equipo que mezcla en su denominación un nombre japonés con una marca de vinos y una empresa de materiales de taller ya ha cruzado la línea de meta y celebra, brazos en alto, probablemente más incrédulo que feliz, la consecución de una victoria imposible que, sin embargo, se ha convertido en realidad.

A veces ocurren milagros.

PIERNAS, CABEZA, SUERTE Y EQUIPO

Ganar una vuelta de tres semanas está al alcance de unos pocos. Para lograrlo hace falta una conjunción de factores. Evidentemente hace falta tener las fuerzas necesarias para atacar y para defenderse. Además es tanto o más decisivo saber cuando y donde utilizarlas. Y muchas veces resulta incluso más importante que ‘piernas’ y ‘cabeza’ estén en sintonía, que el cerebro no bloquee a los músculos con dudas, miedos o simples incertidumbres. Todo ello sin contar, además, con ese otro parámetro aún más intangible como es la fortuna. Por unas u otras razones, varios de los favoritos a la victoria final en el Giro del 2019 no han logrado la combinación adecuada de todos esos ingredientes, a los que se debe añadir, también, el hecho de estar bien arropados en carrera por compañeros de equipo que están no sólo dispuestos a echar una mano cuando hace falta si no, sobre todo, sean capaces de hacerlo.

Esto último le faltó al inicialmente arrollador Roglic, que se encontró enseguida demasiado sólo ante el peligro, rodeado de rivales ansiosos por vengarse de las dos palizas que les había propinado en las cronos de la primera semana. Al esloveno se le acabó haciendo largo el Giro y pronto se vio que en las rampas más empinadas no estaba tan fuerte como sus demostraciones de los primeros días hacían temer. Además de compañía amiga también le escaseaban las fuerzas y hasta le abandonó un poco la fortuna con una caída bajando que le hizo perder unos segundos y, sobre todo, empezó a minar su hasta entonces casi arrogante confianza. Todo ello hizo que al final se tuviera que conformar con salvar el podio por los pelos, sufriendo incluso en su terreno con una prestación en la contrarreloj final de Verona que estuvo lejos de las exhibiciones realizadas en las de Bolonia y San Marino.

Si hablamos de la siempre caprichosa suerte, muchas veces basta con que no sea mala. Con eso se habría conformado Tom Dumoulin en la caída de la cuarta etapa. Porque no fue el único que acabó en el suelo en aquella montonera pero resultó, de los favoritos, quien salió peor parado. Tan mal, de hecho, como para tener que abandonar al día siguiente. Una lástima, porque el holandés daba la sensación de tener ‘piernas’. Y no le suele faltar cabeza para usarlas ya que se trata de un corredor que sabe muy bien cuales son sus virtudes y defectos, lo que le suele permitir actuar en consecuencia, maximizando las primeras en cuanto tiene ocasión.

En esa misma caída se dejaron tiempo Simon Yates, Mike Landa, Miguel Ángel López y Vincenzo Nibali. De los cuatro, el británico enseguida demostró que estaba lejos de tener las piernas del año anterior por mucho que en su cabeza pensase que así era y tratara de dejar su sello en las rampas de las primeras etapas de montaña.

En el caso del ‘Superman’ colombiano, la kriptonita que le dejó más lejos de la lucha por el rosa de lo que le hubiera gustado fue una sucesión de incidentes en los que la Diosa Fortuna no estaba precisamente de su lado. Entre un pinchazo en un momento inoportuno o un espectador imprudente en otro, a Miguel Ángel siempre acababa por pasarle algo que le privaba de aspirar a más botín que el nada desdeñable que acabaría consiguiendo, la ‘maglia bianca’ de mejor joven y una victoria de etapa.

Al tiburón siciliano poco se le puede achacar aunque no lograra conseguir lo que buscaba, la victoria final. Fiel a su estilo ofensivo, Nibali lo intentó siempre pero casi nunca pudo abrir hueco. O, para ser más justos, si que lo hizo en ocasiones pero no ante todos los rivales. No se puede decir que le faltaran piernas, sólo que hubo al menos uno que tuvo más que él. Aún así, peleó hasta el último metro y terminó segundo a poco más de un minuto, con el honor intacto y toda una entusiasta afición volcada en su apoyo. Cuando se da todo lo que se tiene no se puede pedir más y Vincenzo volvió a dejarlo todo en las carreteras del Giro.

Para Landa la cuestión volvió a ser la tantas veces vista en ocasiones anteriores. Sea porque la cabeza atenaza sus piernas y le pesa la responsabilidad cuando parte como teórico jefe de filas, sea porque tras su abandono del último día en la Vuelta a Asturias llegó a la primera semana de competición sin estar al cien por cien, el caso es que cuando se alcanzó su mejor terreno, la montaña, ya estaba demasiado lejos en la general para conseguir la remontada que le llevara al ansiado rosa de líder. Especialmente porque, por delante, iba vestido de ese color su compañero de equipo Richard Carapaz y a Mikel le tocaba volver al papel del que pensó había escapado para siempre cuando firmó por Movistar, ejercer de escudero de lujo y conformarse con alguna victoria parcial y luchar por un puesto cerca del podio. El triunfo de etapa no lo consiguió porque Zakarin iba ya muy delante en la primera ocasión que tuvo, cuando el ecuatoriano aún no era líder de la carrera y el tiempo perdido en las jornadas previas le daba más libertad. El podio tampoco y, además, volvió a quedarle agonizantemente cerca, aunque no tanto como cuando fue cuarto en el Tour a sólo un segundo. Esta vez le faltaron ocho segundos para, el menos, subir al tercer peldaño de un podio en una gran vuelta. Un espacio privilegiado en el que se le lleva tiempo esperando pero al que no acaba de llegar.

Desde lo más alto de ese podio, situado en el centro de la histórica y majestuosa Arena de Verona saludó, vestido de rosa y con una emoción a duras penas contenida, Richard Carapaz. El ecuatoriano, cuarto ya el año pasado en la ronda italiana, puso a su pequeño país definitivamente en el mapa del ciclismo internacional. Y lo hizo con autoridad y con todo merecimiento porque fue el mejor en el conjunto de las tres semanas de carrera. Ganó dos etapas. Atacó cuando tenía que hacerlo y controló cuando lo necesitaba. En ningún momento le fallaron las fuerzas y supo siempre cuando y donde usarlas. Además, esquivó la siempre acechante mala suerte y contó con un equipo que funcionó como un reloj. Todos los factores necesarios para ganar se dieron en el afable y sencillo centroamericano, un ciclista llegado de los Andes situados al otro lado de la frontera desde el que hasta ahora habían venido todos los ganadores de grandes vueltas nacidos en Sudamerica. Con la irrupción de Carapaz, los colombianos ya no están solos y el ciclismo mundial sigue ampliando sus horizontes.

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