Con las vacaciones de Semana Santa en pleno mes de abril, visitar monumentos fue una actividad muy habitual para numerosos turistas este año. Además, un desgraciado incendio puso en el foco de la atención internacional a uno de los más famosos de todo el mundo, la preciosa catedral gótica de Nôtre Dame. Pero, si hablamos de ciclismo, abril es siempre mes de monumentos, sin importar lo que digan las noticias o si hay o no vacaciones. Cada año, en una pequeña zona de Europa, a caballo entre Francia, Bélgica y Holanda, el primer mes de la primavera es la época en que se disputan la mayoría de las clásicas más prestigiosas. Destacan cinco en particular, de las que tres tienen, además, el calificativo de ‘monumentos del ciclismo’, una distinción que comparten con otras dos que se disputan, antes y después, en Italia: la Milán-San Remo, que las precede en Marzo, y el Giro de Lombardía, que cierra la campaña de este tipo de pruebas míticas en otoño.
El primero de los monumentos que el mundo del ciclismo visita en abril está en Flandes. Y no deja de ser curioso que en España lo conozcamos por su nombre francés de ‘Tour’. Al fin y al cabo se trata de una carrera que se disputa en la parte de Bélgica dónde la lengua de Moliere no es precisamente muy apreciada. Para los flamencos es, simplemente, ‘De Ronde’, porque no es una carrera que necesite más detalles en su denominación para que todos sepan de cual se trata. De hecho, para la mayoría de ellos, sean aficionados o participantes, es, pura y simplemente, la única que realmente importa. Casi 270 kilómetros de continuo sube y baja por carreteras estrechas y reviradas, llenas de cortas pero empinadas cuestas, un buen número de ellas con incómodo empedrado como superficie por la que rodar.
Un terreno duro y exigente en el que quieren brillar, cada año, los mejores especialistas belgas. Un recorrido en el que, se supone, incluso más que la fuerza cuenta la experiencia para saber dosificarla y esperar al momento justo en el que utilizarla. Tal vez por eso, en uno de esos sitios que suelen ser clave para su desenlace cada año, el tercer y último paso por el viejo Kwaremont, quien más quien menos pensó que aquel joven italiano que se lanzaba al ataque estaba cometiendo un error. Seguramente Alberto Bettiol, un corredor de 25 años, profesional desde el 2014 y sin una sola victoria en su palmarés, se había precipitado saltando en esos casi dos kilómetros de pavés cuesta arriba situados a casi 20 kilómetros de la meta.
Pero no se trataba de un error. Bettiol estaba seguro de sus fuerzas y decidido a dar la sorpresa. Pedaleaba con toda su energía, sin mirar atrás, y su ventaja lejos de decrecer iba siempre en aumento. En lo alto de la cuesta de piedra era de apenas seis segundos. Tres kilómetros más tarde, al coronar el corto, intenso y tremendo Patterberg, ya alcanzaba los quince. A falta de diez para el final se acercaba a los veinte. Y con sólo cinco por delante estaba ya en las dos decenas. Por detrás se sucedían los ataques y los contraataques pero ninguno prosperaba. Cada brusca aceleración era acompañada, casi de inmediato, con un frenazo igualmente repentino. Y, mientras tanto, las piernas de Bettiol no paraban de hacer girar las bielas de su bicicleta propulsándola a toda velocidad. Nadie iba a poder alcanzar al joven que volaba vestido de rosa; el color de su equipo, el Education First’ y, sobre todo en ciclismo, el color soñado para todo ciclista de su país: el del líder del ‘Giro’, ‘la carrera’ para los italianos.
Un sueño, vestir la ‘maglia rosa’, que tal vez no sea el de este fantástico rodador, de características mucho más adecuadas para este tipo de esfuerzos en solitario, sea en fuga o contra el crono, que para las grandes cimas dolomíticas. El sueño de Bettiol es otro, y va a ser realidad enseguida. Lo acaricia mientras recorre los metros finales pegado a las vallas, buscando el abrigo del viento que hace ondear las banderas amarillas del orgulloso león flamenco. Una enseñas agitadas por los numerosos aficionados que saludan, algo sorprendidos, la victoria de un chico de Siena que va a ganar su primera carrera como ciclista profesional en ‘la carrera’ que todo flamenco, que todo belga, que todo clasicómano quiere ganar: ‘De Ronde’. Hasta el seis de abril del 2019 Bettiol no había ganado nunca como ciclista profesional. Desde entonces su palmarés ya tiene una victoria, pero no es una cualquiera, es todo un monumento.
El infierno del norte puede ser más o menos infernal en función de los caprichos de la primavera. Si llueve, los casi treinta sectores y más de cincuenta kilómetros de pavés se convierten en una resbaladiza y embarrada pesadilla. Si hace sol, los irregulares adoquines patinan menos pero pasan a ser una trampa de polvo que dificulta casi tanto la visibilidad como la respiración. Este año las nubes se mostraron clementes con los ciclistas y se limitaron a acompañarles dando sombra. Pero no por ello dejó de ser dura una competición con más de cien años de historia que sigue siendo, cada año, el monumento más esperado y, tal vez, el más difícil de conquistar.
Porque para ganar en el largo trayecto desde Compiegne, en las afueras de la capital de Francia, hasta el antiguo velódromo de Roubaix, a un paso de la frontera con Bélgica, hace falta fuerza, experiencia, inteligencia y fortuna. De nada vale tener uno, dos o hasta tres de esos ingredientes si no se tiene también el cuarto, entendido este último en forma de no ser víctima de un inoportuno pinchazo o avería cuando la batalla se desencadena y ya no hay margen para recuperar cualquier inconveniente que haga perder contacto con el selecto grupo de cabeza. Justamente eso fue lo que le ocurrió a Iván Cortina. El joven gijonés estaba entre la apenas decena de elegidos que lideraban la prueba después de que los primeros tramos de pavés, con mención especial para el temible Aremberg, hubieran hecho saltar en pedazos el pelotón. Pero algo falló en su bici y su sueño de estar en la pelea hasta el final se tuvo que aplazar.
Poco más adelante, en Mons-en-Pévèle, otro de los sectores más inclementes de estrecho camino empedrado, ya sólo eran seis los que quedaban por delante: el ganador de tres monumentos Gilbert, el siempre imprevisible y genial Sagan, los durísimos Lampaert y Vanmarcke, el especialista en ciclocross Van Aert y el sorprendente Pollit. Después de varias escaramuzas, Van Aert cede y los otros cinco llegan juntos al siguiente tramo de pavés ‘cinco estrellas’, el ‘Carrefour de l’Arbre’, ya a menos de 20 kilómetros de la meta. Lampaert hace vibrar a los aficionados belgas luciendo en cabeza el maillot de campeón de su país pero no consigue distanciar a sus cuatro acompañantes. Tampoco lo logran Gilbert y Sagan, que contraatacan sin poder despegar definitivamente a ninguno de los otros. Cada vez quedan menos sectores de adoquín en los que marcar diferencias y eliminar rivales antes de adentrarse en las calles de Roubaix. En el antepenúltimo, Pollit, tal vez el que menos papeletas tiene en los pronósticos, consigue abrir hueco y sólo Gilbert es capaz de llegar a su rueda. Sagan cede, confirmando que sus fuerzas este año no son las de otras temporadas. Vanmarcke tiene la mala suerte de sufrir una avería y Lampaert la de ser compañero de equipo de Gilbert y tener que guardarse las ganas de salir a por los fugados.
La suerte está echada. La victoria se la van a jugar entre Gilbert y Pollit. Un duelo que se antoja desigual dada la rapidez y el instinto del belga para imponerse en finales de carrera de este tipo. El alemán lo sabe pero ya no queda terreno para intentar un nuevo acelerón que le deje sólo en cabeza. Aunque entra el primero en el velódromo nadie duda de quien va a ser el primero en pisar por delante la última línea de llegada. Gilbert, a su rueda, espera el momento y en la curva final lanza el sprint para conseguir la victoria sin apenas oposición en los metros de gastado cemento que cierran la edición número 117 de la París-Roubaix. A sus 36 años llega su primera victoria en el infierno del norte. Tal vez cuando ya ni él mismo lo esperaba. Un triunfo que se añade en su palmarés a los de Flandes, Lieja-Bastogne-Lieja y Lombardía para elevar a cuatro su colección de monumentos… ¡ya ‘sólo’ le falta la Milán-San Remo para tenerlos todos!
Tiene nombre de marca de cerveza y no es un 'monumento', pero la ‘Amstel Gold Race’ es otra de las clásicas de primavera más prestigiosas y la primera del tríptico de las Árdenas incluidas en las competiciones de este tipo que se disputan durante el mes de abril. Es, además, la única que se celebra en territorio holandés. Un país sin montañas pero no tan plano como parece. A falta de grandes puertos, en los 265 kilómetros del recorrido de la carrera hay que subir más de una treintena de cotas, cortas y no muy altas pero algunas con elevadas pendientes. Un trazado selectivo, que acaba pasando factura y en el que se suceden los ataques en busca de la escapada buena que impida el sprint de un grupo numeroso. Algo que parecía descartado cuando los mismos protagonistas de la 'Strade Bianche', Julien Alaphilippe y Jacob Fuglsang, cobraron ventaja en la parte final del recorrido mientras por detrás nadie acababa de decidirse a salir en su búsqueda.
Con un minuto de ventaja a falta de apenas cinco kilómetros, todo apuntaba a una repetición del desenlace vivido en la nueva clásica italiana del 'sterrato'. El danés intentaba descolgar al galo en cuanto asomaba una cuesta. El francés se pegaba al escandinavo y esperaba el momento propicio para lanzar su último y demoledor sprint. Pero esta vez no iba a ganar ni el uno ni el otro. Fuglsang se cansaba de tirar sin premio, Alaphilippe se confiaba, limitándole a seguirle, y por detrás llegaba un tren tirado por una locomotora a pleno vapor de nombre Mathieu Van de Poel.
El joven prodigio holandés ya había iniciado el mes ganando en la ‘A través de Flandes’, prueba de menor prestigio pero no por ello fácil. Quince días más tarde se había impuesto también en la 'Flecha Brabanzona', que sin ser la 'flecha' más famosa no por ello deja de resultar otra de esas carreras que dan lustre a la primavera ciclista. Además, entre medías de ambos triunfos había dado toda una demostración de fuerza, pundonor e inconformismo en 'De Ronde', recuperándose de forma increíble tras una apartosa caída que habría hecho más que justificado el abandono o, como mínimo, la resignación de tomarse con calma los kilómetros que faltaban hasta la meta. Lejos de ello, el que ya todos conocen como 'nieto de Poulidor' se empeñó en volver a la acción, recortó prácticamente en solitario los más de dos minutos que le llevaba el grupo de cabeza y, aunque al final, tras tan generoso esfuerzo, se quedó ya sin reservas para conseguir la victoria, peleó hasta el último metro y acabó cuarto, posición que había logrado también un par de semanas antes, el 31 de marzo, en la Gante-Wevelgem.
Lejos de desanimarle, la remontada sin premio en Flandes debió azuzar aún más las ganas de triunfo y el sentido de la épica del heredero de 'Pou-Pou' y Adrie Van de Poel. Su padre había ganado la 'Amstel' en la edición del 1990 y era una carrera que le apetecía especialmente. Ya había sido el primero en atacar realmente en serio, a cuarenta kilómetros de meta, iniciando la guerra de guerrillas posterior que acabó desembocando en la fuga de Alaphilippe y Fuglsang. Y ahora, con la meta cada vez más cerca, decidía que no era momento de racanear, ni de ahorrar fuerzas, ni de pensar en eso tan manido de '¿para qué voy a tirar yo y que luego se aproveche otro?' que suele ser una de las mejores bazas para los escapados en situaciones como aquella. Sea porque Mathieu corre en un equipo modesto, el Corendon-Circus, que poco le puede ayudar en situaciones así, o sea porque, procedente del mucho más individualista ciclocross, está acostumbrado a buscarse la vida y pelear en solitario contra sus rivales, el holandés abría gas a fondo y enfilaba al grupo perseguidor en los kilómetros finales. Mientras el dúo de cabeza remonoleaba, hasta ser alcanzados por Kwiatkowski, que había quedado navegando entre dos aguas, el pequeño pelotón liderado por Van de Poel avanzaba a paso de carga.
Entonces ocurría lo que nadie podría haber imaginado. Lo que, si lo ves en una película te hace criticar al guionista o al director con indignados gritos de '¡vaya exageración¡¡eso es imposible!!'. Pero no era imposible. Van de Poel, seguido a duras penas por los pocos que habían sido capaces de no perder rueda en esos últimos kilómetros frenéticos, alcanzaba a los fugados prácticamente sobre la línea de llegada, y tal era su velocidad que cruzaba la meta el primero, sin que ninguno de los que iban con él fuera capaz siquiera de intentar lanzar el sprint. Una victoria absolutamente extraordinaria que confirma al joven neerlandés, bicampeón del mundo de ciclocross, como uno de los grandes también en las pruebas de un día en carretera. La 'Amstel Gold Race' no será un monumento, pero el modo en que Mathieu Van de Poel la ha ganado este año bien merece uno.
Tres días después del increíble desenlace de la 'Amstel', Alaphilippe y Fuglsang volvía a encontrarse sólos en cabeza en la parte decisiva de otra carrera este año. Pero esta vez no venía por detrás ningún desencadenado Van de Poel, ausente su equipo de la carrera. El ataque del danés de Astana al inicio de esa autética pared en que se convierte, al final de la 'Flecha', el poco más de un kilómetro a casi el 10% de desnivel del muro de Huy, había dejado sin respuesta al resto de la cerca de una treintena de elegidos que habían llegado hasta ese punto tan cercano a la meta pensando que, tal vez, podrían tener opción a la victoria. Sólo el francés de Deceuninck había logrado, una vez más, pegarse a su rueda. Y, por mucho que Fuglsang se resistiera, con los dos por delante y el resto sin capacidad de respuesta el desenlace no podía ser otro que el ya visto en Siena. Alaphilippe demarraba con la meta a la vista y aunque los duros metros finales se le hacían largos, entre la pendiente, el cansancio, el viento de cara y la persistencia de su rival, el gran triunfador de las carreras de marzo ganaba también en abril, repitiendo su éxito del año anterior en esta misma prueba y elevando su cuenta de victorias de esta año a nueve... quien sabe si ya con la mente puesta en redondear la decena en el monumento que cerraba el mes.
Ese 'monumento' al que aspiraban muchos, no sólo Alaphilippe, era la última clásica del tríptico de las Árdenas, la más antigua de todas, no en vano se la conoce como la decana: la Lieja-Bastogne-Lieja. Una carrera con más de cien años de historia, dura como pocas. Especialmente si el frío atenanza los músculos como ocurrió este año, con bajísimas temperaturas y una heladora lluvia acompañando a los ciclistas durante buena parte de sus 265 kilómetros, jalonados por once empinadas cotas, nueve de ellas en los últimos cien. En esas condiciones, sobrevivir con algunas fuerzas hasta la parte final, la que se iniciaba a cuarenta kilómetros de meta, en la famosa subida de 'La Redoute', se convertía en el principal objetivo y, en cierto modo, neutralizaba la carrera en lo que a ataques realmente serios y peligrosos se refiere.
Aún así, a ese primer punto decisivo ya no llegaban todos. Por el camino se habían ido descolgando un buen número de corredores. Y hasta uno de los posibles candidatos al triunfo, el campeón del mundo Alejandro Valverde, había echado ya a pie a tierra, aquejado de dolores en el cóxis, dañado en un caída sufrida unos días antes. De ese modo se iba seleccionado el grupo más bien por eliminación, aunque había ataques, el más persistente protagonizado por el estonio Tanel Kangert, quien sabe si pensando en emular la hazaña desde lejos de su compañero del 'Education First', Bettiol, en Flandes. Pero no iba a ser posible; a la última cota, 'La Roche aux Faucons', llegaban juntos todos los que habían resistido al frío, la lluvia y los kilómetros. Como recompensan para ellos, la temperatura había subido algo, ya no caía agua del cielo, aunque el asfalto mostraba huellas de humedad, y quedaban sólo quince mil metros... a los que se accedía a través de una subida de menos de mil quinientos pero casi el diez por ciento de inclinación. Unas rampas desde las que despegaba, como los halcones que le dan nombre, un ciclista delgado vestido de azul celeste: Jacob Fuglsang. Una vez más, el danés estaba delante en la parte decisiva de una clásica. Y esta vez, para variar, no le acompañaba Alaphilippe. Al francés se le veía en el grupo perseguidor pero no daba muestras de poder reaccionar. Apenas le quedaba ya gasolina y su décima victoria del año tendrá que esperar.
Con Fuglsang se iban en esta ocasión el canadiense Michael Woods, un ex mediofondista de atletismo que descubrió no hace mucho tiempo su verdadera vocación en las dos ruedas, y el italiano Davide Formolo, un espigado fondista del ciclismo con más opciones en pruebas por etapas que en carreras de un día. Ni uno ni otro resistían mucho el empuje de Fuglsang quien, liberado del pegajoso marcaje de Alaphilipe que le había impedido ganar en Siena, en la 'Amstel' y en la 'Flecha', estaba decidido a aprovechar su oportunidad y conseguir lo que no había logrado todas esas otras veces, quedarse sólo en cabeza y llegar así a la meta, sin que nadie le pudiera batir en el sprint final. Lanzado a toda velocidad en el descenso hacia Lieja, en cuyo centro urbano concluía este año la carrera, el danés no tenía ya más rival en los últimos cinco kilómetros que el infortunio. Porque, definitivamente, para ganar también hace falta suerte, o no tener mala suerte. Y no sé si fue lo primero o lo segundo lo que consiguió que el delgado cuerpo del ciclista de Astana no acabara rodando por los suelos a cuatro kilómetros de meta. En una rápida curva en bajada, hacia la izquierda, la rueda trasera de su bicicleta se empeñó a adelantar a la delantera y, por un momento, Fuglsang nos recordó a otro deportista que compite sobre dos ruedas, movidas por un potente motor eso sí. Porque tal si fuera el mismísimo Marc Márquez recuperando una derrapada de su potente Honda para evitar una caída segura en el último momento, Jacob controlaba su frágil máquina y lograba salvar lo que parecía insalvable para seguir rodando hacia la meta.
El susto añadía un extra de épica al merecido triunfo del ciclista danés. Poco después, tal vez aún con el corazón más desbocado por el sobresalto que por el esfuerzo realizado y la emoción ante lo que estaba a punto de lograr, podía relajarse por fin mientras soltaba las manos del manillar, se erguía sobre el sillín y saboreaba, brazo derecho en alto, mirada al cielo, la victoria que llevaba buscando todo el año, que se había merecido ya varias veces y que hasta ese momento le había sido esquiva. Fuglsang ganaba su primer monumento en Lieja. Una victoria que era, además, todo un monumento a la fé de un ciclista que supo seguir peleando, inasequible al desaliento, para acabar ganando después de dos meses llenos de puestos de honor pero sin la ansiada primera posición que su entrega merecía.