Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, el adjetivo ‘insano’ procede del término latino ‘insānus’ (cuyo equivalente en nuestro idioma es 'loco') y su significado tiene dos acepciones: ‘Perjudicial para la salud’ y ‘Loco, demente’. Ambas son perfectas para definir como absolutamente insana la maratón de los Juegos Olímpicos celebrados en San Louis en el año 1904. Unos juegos que, en general, resultaron bastante insanos (en el sentido de locos), con sus competiciones mezcladas entre las diferentes actividades, más o menos culturales, lúdicas o directamente festivas y hasta cuertamente extravagantes, incluidas en el programa de la Exposición Universal que tuvo lugar en la capital del estado de Missouri allá por los albores del siglo pasado.
Más aún de lo que ya había ocurrido en París, cuatro años antes, el novedoso acontecimiento deportivo ideado por el Barón Pierre de Coubertin, quedaba poco menos que diluido en los fastos de la Expo, sin llegar apenas a llamar la atención por si mismo cómo era el objetivo de su impulsor. Además, los casi cuatro meses de duración del evento y las malas comunicaciones de la época hacían muy complicado atraer a San Luis la participación de atletas de otros países, siendo norteamericanos la gran mayoría de los competidores en las diferentes especialidades deportivas incluidas en unos Juegos que ni siquiera recibían oficialmente ese nombre, ya que, en realidad, sus organizadores los denominaron ‘Campeonatos Olímpicos’.
La carrera de la maratón no era una excepción en cuanto a la poca variedad de países representados y la superioridad numérica de los atletas locales. De los treinta y dos participantes, dieciocho eran de nacionalidad estadounidense. Y entre los catorce restantes, nueve eran griegos que residían en Estados Unidos y uno era un francés, llamado Albert Corey, que llevaba ya más de un año en Chicago tratando de abrirse camino en el mundo de las carreras del nuevo continente. Así que, en realidad sólo cuatro acudieron a competir desde otros países… ¡un cuarteto de lo más curioso además!
Dos eran sudafricanos pertenecientes a la delegación de su país en la Exposición Universal. Concretamente, se trataba de Len Tau y Jan Mashiani, dos mensajeros del ejército, que habían tomado parte en la Guerra de los Boers, tema que se recreaba en uno de los numerosos espectáculos del acontecimiento festivo-cultural en el que se encuadraban los juegos. Qué fuesen de raza negra no deja de convertir en toda una ironía su participación cómo primeros representantes en una maratón olímpica del país que haría del ‘apartheid’ una de sus señas de identidad durante tanto tiempo.
Otro de los llegados desde fuera de Estados Unidos era Bob Fowler, que se iba a convertir en el único deportista en la historia olímpica que competiría por ‘Newfoundland’, un territorio de Canadá que en aquel momento era independiente. Y el restante que se presentaba en San Louis procedente de otro país era el cubano Félix Carvajal, cuya historia daría, por si sola, para escribir una de esas novelas de realismo mágico tan típicas de la literatura de habla hispana en el viejo continente… y, de hecho, hay un relato sobre su vida, escrito por Bernardo José Mora, titulado ‘Félix Carvajal, corredor de maratón’ y que en el 1990 recibió el premio de novela deportiva de la revista Don Balón.
El diminuto Félix, de poco más de metro y medio de estatura, trabajaba de cartero, labor que le obligaba a recorrer largas distancias a la carrera, lo que hacía a buena velocidad y por lo que se le conocía como ‘Andarín’. A ese peculiar entrenamiento se unía su afición al atletismo, que le llevaba a ‘buscarse la vida’ para recaudar fondos con los que costearse el viaje desde Cuba a San Louis y participar en la maratón. Y aunque pudiese parecer un vano empeño, su tenacidad daba fruto y, a base de hacer demostraciones de sus habilidades atléticas, corriendo de un extremo a otro de la isla caribeña, acababa consiguiendo el dinero suficiente para cumplir su sueño… aunque fuese en condiciones más que precarias. De hecho, tras cruzar en barco hasta Nueva Orleáns y encontrarse ya sin dinero alguno (cuentan unos que tras perder lo que le quedaba jugando a los dados en un intento de aumentar su escaso presupuesto, dicen otros que dilapidándolo en mujeres y alcohol en la siempre animada ciudad de orillas del Missisipi), tenía que hacer a pie buena parte del aun largo camino por tierra que le quedaba hasta la sede olímpica. Días después, alternando la carrera, las largas caminatas y algún que otro tramo en coches o carruajes que le recogían durante los más de mil kilómetros de camino, llegaba a San Luis literalmente ‘con lo puesto’: sus botas de cartero, una gorra, una camisa de manga larga y unos pantalones de calle. Un equipamiento nada adecuado para competir que, en parte, le ‘arreglaba’ instantes antes del inicio de la carrera uno de sus rivales cortando con unas tijeras las mangas de la camisa y las perneras del pantalón.
El pequeño cubano de tan extraño atuendo se convertía así en uno de los treinta y dos participantes en aquella maratón que se iba a disputar en un más que caluroso 30 de agosto, con salida a eso de las tres de la tarde. Con el sol apretando fuerte desde prácticamente el punto más alto de su órbita, había cerca de treinta grados a la sombra en el estadio ‘David Rowland Francis’, una pequeña instalación, sede de las pruebas de atletismo, a cuya pista (de curiosa forma trapezoidal y algo más de 500 metros de longitud) tendrían que dar cinco vueltas los competidores antes de salir para recorrer el trazado, que les llevaría de retorno al punto de partida después de aproximadamente veinticinco millas (unos cuarenta kilómetros).
Entre la mayoría local de participantes se encontraban los mejores especialistas en las pruebas de larga distancia, que empezaban a popularizarse y tenían en la maratón de Boston a su principal referente. Los ganadores de las tres últimas ediciones de la carrera de Massachussets, Sammy Mellor, John Lordon y Mike Spring, y el segundo clasificado en la de aquel año, el británico de nacimiento y bostoniano de adopción, Tommy Hicks, partían, por tanto, entre los teóricos favoritos junto al único maratoniano con experiencia olímpica en la distancia, Arthur Newton, que había sido quinto, cuatro años antes, en la prueba celebrada en los Juegos de París.
Sin embargo, ninguno de ellos lideraba en los instantes iniciales, cuando se situaba en cabeza otro atleta local, Fred Lorz, un joven albañil de 20 años, de carácter muy jovial y que se había ganado el puesto en la prueba compitiendo en una carrera de siete millas organizada unas semanas antes por el New York Times. Algo más de tres horas y diez minutos después, el mismo atleta, con el número 31 sobre su camiseta, adornada por una M roja cruzada por dos flechas (el símbolo del Mohawk Athletic Club de Nueva York), era el primero en regresar al estadio. Aclamado por los alrededor de diez mil espectadores que ocupaban sus tribunas y lo recibían como vencedor, Lorz cruzaba la meta, con semblante alegre y aspecto más que razonablemente fresco para haber cubierto una prueba de tal dureza. Unos instantes más tarde, la esposa del presidente Roosvelt Alice, se aprestaba ya a entregar la medalla de oro al ganador cuando se producía la entrada en el estadio de un segundo competidor, uno de los favoritos, Tommy Hicks, quien a duras penas se podía tener en pie para completar los metros finales. Junto a él iba un automóvil con varios jueces que, al ver que se estaba llevando a cabo la entrega del premio al ganador, la interrumpían airados ante la sorpresa general… ¡algo extraño había pasado en esas tres horas y pico que habían transcurrido fuera del estadio!
En realidad, habían pasado muchas cosas… y podríamos decir que todas insanas en las dos acepciones de la palabra… En lo que respecta a ‘perjudicial para la salud’, la carrera había sido un auténtico calvario para los atletas por numerosas razones. Su trazado discurría en su mayor parte por pedregosos caminos de tierra, de firme irregular y cuya dureza se acrecentaba por la presencia de varias y empinadas cuestas. Además, el recorrido pronto quedaba cubierto por una espesa nube de polvo, levantada por la caravana de vehículos a motor, bicicletas y hasta caballos en la que seguían la carrera los jueces, los periodistas y los acompañantes de algunos de los corredores. El aire era, por momentos, irrespirable.
Otro problema para el estado físico de los participantes era la escasez de agua, siempre necesaria para asegurar la adecuada hidratación en una carrera tan larga. Y especialmente imprescindible en una jornada de tantísimo calor cómo la de aquel día de verano en San Luis, con el sol apretando de firme sobre los polvorientos caminos rurales del recorrido, en los que la temperatura superaba enseguida los 30 grados. Sin embargo, en todo el trazado sólo había dos puestos en los que abastecerse de líquido: una torre de agua en la sexta milla (alrededor del kilómetro 10), y un pozo en la doce (más o menos a mitad de carrera).
No es de extrañar, por tanto, que un buen número de los participantes pronto empezaron a acusar problemas derivados de la mala calidad del aire y la falta de hidratación. A poco de iniciarse la prueba ya se producía la baja de uno de los favoritos, Lorden. El ganador de la maratón de Boston del año anterior se retiraba enseguida, después de haberse tenido que detener al borde del camino, aquejado de calambres y vómitos. Más dramático era el abandono del californiano William García, que caía desvanecido y tenía que ser evacuado a un hospital con una hemorragia estomacal, causada por la excesiva inhalación de polvo, que a punto estaba de costarle la vida.
También se retiraba en el tercio inicial de la carrera su primer líder, el joven Fred Lorz, que no podía mantener el fuerte ritmo con el que había iniciado la prueba. Agotado, dejaba la competición para subirse a uno de los coches que la seguían y, de ese modo, ahorrarse la caminata de retorno al estadio. En el trayecto, Lorz, cómodamente sentado en el automóvil, iba saludando al público y al resto de participantes. Pero a unas seis millas del final de la prueba, el coche se averiaba y el joven albañil bostoniano, sintiéndose ya mejor, decidía reemprender la carrera y dirigirse al estadio en lugar de esperar, a pleno sol, a que alguien fuese a recogerle.
A partir de aquí es cuando la carrera se convertía también en ‘insana’ pero en el sentido de loca por los sucesos que se producían en su desarrollo y desenlace. Poco después de volver a ponerse en marcha corriendo, Lorz rebasaba con facilidad al entonces líder de la prueba, un cada vez más exhausto Hicks, y así alcanzaba en primer lugar la llegada. Y no se sabe bien si queriendo engañar a todos o, simplemente, bromeando, cómo aseguraría más tarde al ser recriminado por su conducta, aceptaba encantado los vítores y honores de ganador hasta que, minutos después, la entrada de Hicks y los jueces que le acompañaban dejaba al descubierto su maniobra, fuese esta un voluntario ardid o una pesada chanza. Lorz era descalificado y Hicks declarado ganador.
De todas formas, el triunfo de Hicks tampoco estaba exento de actuaciones ciertamente polémicas o directamente censurables y, desde luego, de lo más insanas en las dos acepciones del término. El atleta de origen británico afincado en Boston se había quedado solo en cabeza en la parte final del recorrido. Pero es probable que no hubiese completado la prueba de no ser por la ayuda recibida, no toda ella estrictamente legal incluso para las mucho más relajadas normas de entonces. A Hicks le seguía en un coche su preparador, C.P.Lucas. Y al verle a punto de retirarse, totalmente agotado y desmoralizado al ver cómo Lorz le rebasaba con facilidad, le hacía seguir a base de ‘avituallarle’ en más de una ocasión con una mezcla de clara de huevo, brandy... ¡y pequeñas dosis de estricnina! La letal sustancia, utilizada, por ejemplo, en los matarratas, tiene efectos de estimulante muscular si se administra en cantidades mínimas. Y con ese fin se la hacía ingerir Lucas a su atleta, en lo que podríamos definir cómo primer caso conocido de ‘doping’ en la historia olímpica... aunque, en realidad, tal concepto no se contemplaba entonces. De hecho, lo más polémico de la ayuda recibida por el, a la postre, ganador, fue que tuviese acceso a asistencia externa no disponible para otros participantes y que, además, hubiese sido ayudado a mantenerse en pie y caminar durante varios momentos en la parte final de la prueba, cómo se aprecia en alguna de las pocas imágenes que existen de aquella definitivamente insana carrera.
Sea cómo fuere, y pese a la posterior reclamación al respecto del presidente de la Chicago Athletic Association, el club para el que competía el siguiente competidor en cruzar la línea de meta, el francés Albert Corey, la victoria era finalmente para Tomas Hicks. De este modo, el atleta nacido en la Birmingham inglesa, pero de nacionalidad estadounidense, se convertía en el primer ganador de una medalla de oro en la maratón, ya que los de San Luis eran los primeros Juegos en los que había medallas de oro, plata y bronce para los tres primeros clasificados. Aunque, siendo estrictos, la de oro era de plata con baño del dorado metal. Corey tenía, por tanto, que conformarse con la de plata, y la de bronce se la adjudicaba Arthur Newton, que mejoraba en dos posiciones su quinta plaza de cuatro años antes en París.
A continuación llegaba a meta el cubano Félix Carvajal, después de completar una carrera que resultaba casi tan increíble cómo su atuendo y su viaje desde la isla caribeña para tomar parte en la prueba. En su caso, leyenda y realidad se mezclan en muchos de los relatos que rememoran su hazaña. Porque, indudablemente, así ha de definirse, cómo mínimo, su sensacional logro de concluir cuarto pese a competir vestido con ropa de calle y recién llegado de un largo y azaroso camino. Otra cosa es que sean ciertas algunas de las historias que circulan por ahí sobre cómo fue su carrera. Desde luego, lo que parece estar más que demostrado es que nunca llegó a ir solo y con amplia ventaja al frente de la prueba, cómo se asegura en algunos textos sobre su figura. En realidad, según los pocos datos fiables que hay sobre el desarrollo de la carrera, Carvajal no apareció en los puestos de cabeza hasta algo más allá de mitad de carrera, cuando era sexto al paso por el pueblo de Des Peres, por detrás de Mellor, Newton, Hicks, Corey y García. De ellos, el primero y el quinto se retirarían poco después, y los otros acabarían siendo los que concluirían en las tres primeras posiciones, precediendo en la meta al voluntarioso cubano.
En todo caso, lo que si que parece seguro es que el ‘andarín’, hambriento tras no haber comido apenas en las jornadas previas a su llegada a San Luis, tuvo que detenerse en alguna que otra ocasión durante la carrera para ingerir alimentos. Qué estos fuesen unos melocotones robados a unos seguidores de la carrera, según cuentan unos, unas manzanas aun demasiado verdes de un árbol situado al borde del camino o ya excesivamente maduras que estaban caídas a los pies de ese árbol, cómo sostienen otros, es imposible de saber. Sea como fuere, Félix, acostumbrado como estaba a ‘buscarse la vida’, se las arregló para ir avituallándose… aunque, al parecer, alguno de esos frutos acabó por sentarle mal, bien por no encontrarse precisamente en buen estado o, simplemente, porque su organismo iba ya muy tocado entre el interminable y extenuante viaje y la durísima carrera. Así las cosas, el cartero metido a atleta tuvo que detenerse en más de una ocasión, unos dicen que para hacer sus necesidades, otros que para descansar y hasta dormir durante un rato.
Y cómo, además, resulta que también se iba parando de vez en cuando a hablar con la gente que se encontraba durante el recorrido (no se sabe bien si para tener información sobre la ruta a seguir o, simplemente, porque era un tipo de lo más alegre y sociable), qué, con todo ello, aun acabase alcanzando la meta en la cuarta posición hace todavía más sorprendente y meritoria su carrera. Al fin y al cabo, los tres que acabaron por delante de él tenían ya una notable experiencia atlética mientras que el pequeño cubano sólo había corrido hasta entonces en su isla natal y de modo no especialmente organizado más allá de participar en alguna prueba que hoy día definiríamos cómo popular.
Si escasa experiencia atlética tenía el caribeño, menos aun atesoraba el sudafricano Len Tau, que alcanzaba la meta en la novena plaza pese a competir con ropa apenas más adecuada, ir descalzo… ¡y haber tenido que salirse del recorrido (durante más de una milla según cuentan las crónicas de entonces) para escapar de unos perros que le perseguían con intenciones más bien poco amistosas! Su caso añade otro punto más de demencia a una carrera que, definitivamente, acabo por ser realmente insana, tanto por su loco desarrollo cómo por las escasamente saludables condiciones en que se disputó.
Episodio de la serie ‘Pretty Good’, de John Bois, que explcia de forma muy gráfica la carrera
De hecho, tal cúmulo de despropósitos llegó incluso a poner en peligro la continuidad de la maratón cómo especialidad olímpica. Por fortuna, su significado histórico resultó decisivo para mantenerla en el programa de los siguientes juegos, en los que, pese a que la llegada del primer atleta al estadio también resultaría de lo más dramática y controvertida, las circunstancias en que se produjo acabó por resultar la mejor publicidad para consolidar la maratón cómo un evento deportivo de primera magnitud y dejar atrás la mala experiencia que había sido la disputada en los, en general, desastrosos juegos de San Luis.
Athletics at the 1904 St. Louis Summer Games: Men's Marathon – crónica de la carrera en la web Sports Reference
The 1904 Olympic Marathon May Have Been the Strangest Ever – artículo de Karen Abbott publicado en la web del museo Smithsonian el 7 de agosto del 2012
Rough day at the 1904 Olympic Marathon – artículo de Cameron Collins publicado el 9 de agosto del 2012 en su blog ‘distilled history’
The Wildest Race Ever: The Story of the 1904 Olympic Marathon– libro ilustrado de Meghan McCarthy que recrea en dibujos la maratón olímpica de San Luis 1904
The Olympic Marathon– capítulo sobre San Luis 1904 en el libro sobre las maratones olímpicas escrito por David E. Martin y Roger W. H. Gynn
Historias olímpicas: ya no se hacen runners como los de antes – artículo de Pedro Torrijos sobre la maratón de San Luis 1904 y Félix Carvajal publicado en abril del 2015 en la web de JotDown
El Andarín Carvajal (1875-1949) – artículo publicado en la web ‘Cuba en la memoria’
El andarín Carvajal… o el hambre del corredor de fondo – artículo de Pepe Forte
El andarín Carvajal. El Campeón de los pobres – artículo de Jorge Oller Oller