Ocho años antes, en Roma, había asombrado al mundo entero ganado la maratón descalzo. Cuatro años más tarde, en Tokio, había vuelto a vencer, esta vez ya calzado con zapatillas. Y ahora, en México, Abebe Bikila, con el número 1 sobre su camiseta del clásico color verde de Etiopía, se preparaba para tomar la salida en su una nueva maratón olímpica. Ganar por tercera vez parecía imposible, pero apostar contra el extraordinario corredor africano no era fácil. Todos conocían su clase, su orgullo y su fuerza, demostrada una y otra vez a lo largo de más de una década en la élite de la especialidad más dura de las carreras de fondo. Para la inmensa mayoría de los miles de espectadores que esperaban en la plaza del Zócalo, en pleno corazón del populoso Distrito Federal, el repique de las campanas que iban a indicar el momento de la salida, aquel enjuto africano seguía siendo el hombre a batir, aunque entre sus setenta y cuatro rivales hubiese atletas a tener muy en cuenta.
Entre ellos estaba el australiano Derek Clayton, que el año anterior se había convertido en el primer hombre en completar los 42,195 kilómetros en menos de dos horas diez minutos, logrando un crono de 2:09.36.4 en Fukuoka. Y un hijo de esa ciudad japonesa en la que la maratón es más que una carrera, Kenji Kimahara, llegaba a México cuatro años después de haber sido octavo en ‘su’ Olimpiada. Unos Juegos en los que había brillado, aunque fuese en otra especialidad, el belga Gaston Roelants, campeón entonces de los 3000 metros obstáculos y centrado ahora en las pruebas de más largo aliento. Unas pruebas que en la pista del estadio olímpico mexicano habían tenido en el keniata Neftali Temu a su gran triunfador, con una medalla de oro en los diez mil y una de plata en los cinco mil. Dos logros a los que el africano quería añadir un tercero en la maratón. Y hablando de africanos, otros dos estaban también, por derecho propio, entre los que aspiraban a brillar en aquella larga carrera que iba a poner colofón a la fiesta olímpica mexicana, John Stephen Akhwari, de Tanzania, campeón continental de la distancia, y Degaga ‘Mamo’ Wolde, el lugarteniente de Bikila, y no solo en sentido deportivo, por ser compañeros de equipo en la selección etiope, si no, también, en el castrense, ya que ambos eran miembros del ejército de su país, siendo Abebe de superior grado en el mismo gracias a sus éxitos olímpicos.
Todos ellos se aprestaban a tomar la salida aquel 20 de octubre de 1968, a las 3 de la tarde, con 23 grados de temperatura bajo un intenso sol que, a los más de dos mil trescientos metros de altitud de Ciudad de México, parecía apretar aun con más fuerza. En todo caso, el calor no iba a ser el principal problema para los maratonianos. En sus cabezas, durante los instantes de tensa espera antes del inicio de la competición, estaba, sobre todo, el efecto que esa altitud a la que iban a correr produce en el aire, rebajando su densidad un 20% respecto al nivel del mar y, por consiguiente, reduciendo en igual porcentaje la cantidad del combustible más importante para sus músculos: el oxígeno inhalado en cada respiración. Por eso, cuando puntualmente sonaron las campanas de la catedral y se dio la salida, los primeros kilómetros por las calles de la populosa capital azteca discurrieron a un ritmo inusualmente lento para atletas de tanta calidad cómo los allí reunidos. Por mucho que el entusiasta público local los jalease con sus vítores y aplausos, ninguno quería arriesgarse a tomar la iniciativa y pagar luego caro su atrevimiento, la prudencia era la mejor estrategia.
Aun así, el calor, la humedad, la menor cantidad de oxígeno y el propio ritmo de la carrera empezaban pronto a seleccionar el grupo y a cobrarse las primeras víctimas, bien fuese quedando rezagados o abandonado la carrera, ya que, en total, serían cerca de una veintena los que no lograrían alcanzar la llegada en el Estadio Olímpico. Entre los que se veían obligados a rendirse estaba el único representante español, Carlos Pérez, un duro corredor gallego que aspiraba a alcanzar la meta, objetivo que si lograría cuatro años después, en Munich, pero que se le negaba en esta ocasión. Cómo se le negaba, también, al gran favorito, al doble campeón olímpico, al hombre que partía con el número 1 en su pecho: Abebe Bikila. El etiope abandonaba en torno al kilómetro quince después de intentar un imposible aun mayor que haber ganado descalzo en Roma ocho años antes: correr los 42195 metros de la maratón con una fractura en el peroné. Una lesión por ‘stress’, producida unos días antes y de la que sólo tenían conocimiento sus más cercanos.
Cuentan que, entonces, en el momento de su retirada, el teniente Bikila ordenó en términos militares a su compañero de equipo, y subordinado en el ejército, el sargento Wolde, que le tomase el relevo y se fuese en busca de la tercera medalla de oro consecutiva en la maratón para Etiopia. Y sea esto cierto o no, el caso es que pocos kilómetros después, cuando el grupo de cabeza, que hasta mitad de carrera lideraba casi siempre el belga Roelants, empezó a disgregarse, allí estaba Wolde cómo única alternativa al keniano Temu. Precisamente, ambos habían sido primero y segundo en los diez mil, con el atleta de Kenia por delante. Pero esta vez el desenlace iba a ser muy diferente. Al paso por el temido ‘muro’ la espigada figura vestida con camiseta verde y pantalón amarillo del etiope ya no tenía compañía. Nadie se iba a poder interponer entre él y su deseo de cumplir las órdenes de su superior, de suceder en el palmarés olímpico a su compañero y de darle a Etiopia el tercer oro olímpico en la carrera de las carreras.
Un poco menos de dos horas y veinte minutos después de que las campanas y los aplausos de la multitud le hubiesen despedido en la salida de la plaza del Zócalo, una atronadora ovación recibía a Wolde cuando entraba en el estadio olímpico, lleno hasta la bandera en la que era última jornada de aquellos Juegos mágicos para el atletismo. Apenas hacía unos instantes que Dick Fosbury había dejado a todos maravillados y boquiabiertos saltando con su entonces inusual estilo, de espaldas, más alto de lo que nunca nadie lo había logrado hasta entonces. De hecho, el 2.24 que atestiguaba la hazaña aun figuraba en el marcador de la pista cuando el atleta etíope completaba la vuelta final que le separaba de la gloria olímpica. Un último giro que ‘Mamo’ recorría a buen ritmo, jaleado por los aplausos que se convertían en otra ovación cerrada cuando aferraba con sus manos la cinta de llegada, la rompía y cruzaba la meta como Campeón Olímpico de la Maratón.
Wolde tenía aun fuerzas para dar otra vuelta triunfal, sonriente y exultante mientras saludaba al público y se ponía por unos instantes un sombrero que le llegaba lanzado desde la grada. Tendrían que pasar más de tres minutos hasta que otro atleta llegara a la meta, tal era la enorme ventaja que ‘Mamo’ había acumulado con su correr fluido y su extraordinaria resistencia al esfuerzo. El siguiente en cruzar la línea final era el japonés Kimahara, que lograba en México la medalla que no había podido alcanzar en Tokio, por apenas unos metros, su compatriota Tsuburaya, en un triste desenlace para el nipón que le acabaría llevando a su trágico final precisamente en vísperas de los Juegos del 1968.
A pocos metros del corredor de Fukuoka contrastaba con el inmaculado blanco del uniforme japonés el intenso ‘all black’ del tercer clasificado, el neozelandés Mike Ryan, que se llevaba para Oceanía la medalla de bronce entrando cuatro posiciones y casi cuatro minutos por delante de otro maratoniano de las antípodas, el ‘aussie’ Clayton. El hombre que más rápido había corrido una maratón hasta entonces, competía lastrado por una de sus muchas lesiones para acabar sólo séptimo, muy lejos tanto de su registro ‘sub 2:10’ del año anterior si no, también, del 2:20.26 con el que Wolde había logrado el oro en uno de esos días en los que la marca era lo de menos, lo importante era saber dosificar el esfuerzo. Cómo se esperaba, cómo se temían los atletas cuando habían partido a ritmo lento desde el Zócalo capitalino, los desfallecimientos a causa de la falta de oxígeno marcaron la prueba y los que no midieron bien sus fuerzas lo acabaron pagando caro. Por ejemplo, Roelants, que lideró hasta media carrera, sucumbió en su segunda mitad y terminó entrando undécimo, tras tener incluso que pararse y hacer algún que otro tramo caminando. Y Temu, que fue el último en correr al lado del ganador, se hundió estrepitosamente en los diez kilómetros finales, y de ir segundo pasó a concluir decimonoveno, con un tiempo ya por encima de las dos horas y media
En los siguientes treinta minutos, con la noche empezando a caer sobre el estadio olímpico y las medallas a los tres primeros entregadas ya hace tiempo, continuarán entrando atletas, con el representante de Zambia, Enoch Muemba, cruzando la meta exhausto en la quincuagésimo sexta posición, a más de tres cuartos de hora del ganador. Pero aun faltaba por llegar uno más. Y no uno cualquiera. Entre los nombres que mencionábamos al principio como aspirantes a los puestos de honor estaba el del campeón de África de maratón, John Stephen Akwhari. Sin embargo, para el tanzano la carrera se iba a convertir en un auténtico calvario. Víctima de una caída, en la que se dislocaba el hombro derecho y sufría heridas en la rodilla, Akhwari parecía destinado a engrosar la lista de abandonos, encabezada por el más ilustre de los nombres, el de Bikila. Pero rendirse no estaba en sus planes. Dolorido y con la rodilla vendada de cualquier manera, seguía adelante como podía. Y pese a que, por momentos, apenas si podía siquiera caminar, aquejado de intensos calambres que le hacían detenerse cada pocos metros, paralizado por el dolor y el sufrimiento, esa extraordinaria y misteriosa fuerza interior que es la voluntad le hacía continuar. Con los faros del coche y las motos que cerraban la carrera iluminando el camino, y las luces del estadio Olímpico al fondo cómo una especie de faro que le guiaba en la noche, cual naufrago tras una tormenta que busca llegar a la costa a cualquier precio, el atleta tanzano acababa por alcanzar su objetivo.
Las imágenes que grabó entonces la televisión mexicana valen más que mil palabras. Nos lo muestran cojeando a paso lento en el túnel que da acceso a la pista, con su oscura figura recortándose en perfecto contraluz sobre el luminoso fondo que simboliza su objetivo, su particular paraíso, la línea de llegada. Instantes después le vemos ya pisando el tartán y, cómo si este tuviese cualidades mágicas o, más bien, llevado por ese orgullo interior de atleta que le ha hecho mantenerse en la competición, entonces es incluso capaz de corretear lo poco que su destrozado cuerpo le permite para cubrir esos últimos metros dentro del estadio, en cuyas tribunas apenas quedan ya unos pocos espectadores que le animan con sus aplausos. Instantes después, su desgarbada figura vestida con camiseta amarilla y pantalón verde consigue, por fin, traspasar la línea de llegada casi tres horas y media después de haber iniciado la carrera y una hora más tarde que el ganador de la medalla de oro. En los colores que han vestido ambos para completar la prueba, camiseta verde, pantalón amarillo el ganador, la combinación exactamente opuesta en el último clasificado, hay una curiosa simetría cromática, cómo si hasta los tonos de sus uniformes nos indicasen que hay formas diametralmente opuestas de alcanzar la gloria olímpica.
Porque si gloriosa ha sido la victoria de Wolde, no menos gloria hay en el resultado del titánico esfuerzo de Akhwari para cumplir con el viejo mandato de ‘lo importante es participar’ que alimenta los juegos desde sus inicios. Y, de hecho, no sólo participar, que eso ya lo había hecho tomando la salida, si no acabar… porque, cuando los pocos y atónitos periodistas que se han quedado hasta el final en el estadio para contemplar su hazaña le preguntan por los motivos que le han impulsado a seguir hasta el final en lugar de retirarse, el atleta tanzano les responde: ‘mi país no me envió a 8000 kilómetros de distancia para empezar una carrera, ¡me envió a 8000 kilómetros de distancia para terminarla!’.
En esos momentos, el aplauso de los escasos aficionados en las tribunas y la admiración del mundo que verá después las imágenes por televisión, serán el único premio que recibirá el atleta tanzano, más allá de la satisfacción personal que para cada atleta, para cada maratoniano, supone cubrir los cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. Sin embargo, su hazaña no quedará sin recompensa, años después su país le otorgará otra medalla muy diferente a las que se consiguen en los Juegos Olímpicos, la de honor de héroe nacional. Así que, después de todo, cuatro de sus protagonistas acabaron logrando medalla en la maratón de México de 1968, de oro para el ganador, Wolde, de plata para el segundo, Kimihara, de bronce para el tercero, Ryan… y de honor para el más glorioso último clasificado de la historia olímpica, John Stephen Akhwari.
Athletics at the 1968 Ciudad de México Summer Games: Men's Marathon – crónica y clasificación en la web Sports-reference.com
1968: MEXICO: UN ETHIOPIEN PEUT EN CACHER UN AUTRE – crónica y clasificación en la web francesa marathóninfo
Mamo Wolde, Olympic Marathon Champion – artículo de Richard Goldsteinmay sobre Wolde publicado en el New York Times en el 2002
The Life and Trials of Malmo WoldeSoldier, Olympian, Prisoner... The Many Sides of Ethiopia's 1968 Olympic Gold Medalist– artículo de Erkki Vettenniemi sobre Wolde publicado en la revista Runners World en el 2002
El mejor último de la historia– artículo sobre Akwhari en la maratón de México de 1968