IRONWAR!

Para la mayoría Hawai es sinónimo de relax en playas de arenas blancas, bañadas por un mar azul turquesa sobre el que brilla el sol desde un cielo permanentemente despejado. Un paraíso del descanso y las vacaciones. Un lugar en el que el mayor esfuerzo a realizar es el que supone levantarse de la hamaca para ir a pedir otro daiquiri al chiringuito más cercano.

Pero menciónale Hawai a un triatleta y el significado para él será muy diferente. Nada de relax. Ni un momento de pausa. Ni un instante en el que no haya que esforzarse al máximo. Dónde tu ves unas cristalinas aguas en las que darte un refrescante baño, él verá una amenazadora bahía en la que hay que nadar durante cerca una hora (¡si eres de los mejores!). Y dónde tú vislumbras una tranquila carretera al borde del mar, por la que circular sin prisa camino de la siguiente playa, él percibe un circuito a recorrer en el menor tiempo posible, en el que estará ya calculando a cuantos kilómetros hora de media podrá pedalear bajo un sol abrasador y cuantos minutos le llevará correr cada uno de esos mil metros de ardiente asfalto. Porque para un triatleta Hawai es sinónimo de esfuerzo, de sufrimiento, de superación… ¡de ironman!

La especialidad que aúna nadar, pedalear y correr de forma consecutiva y durante más tiempo que ninguna otra, tiene al paradisíaco archipiélago del Pacífico como escenario primigenio y más emblemático. En una de sus islas, la de Oahu, nació en 1978, del sorprendente modo sobre el que ya hablamos en un anterior reportaje ('El curioso origen del Ironman'). Y en la mayor de las que lo componen, la de Kona, se disputa desde 1981 el Ironman más famoso del mundo, el que todos quieren ganar o, al menos, terminar una vez en su vida.

En sus ya casi cuarenta años de historia, el Ironman de Hawai ha visto triunfar y desfallecer a los mejores. Se ha convertido en el sueño cumplido para muchos y en la pesadilla interminable para otros tantos. Pero, probablemente, nunca ha deparado una competición tan intensa como la que tuvo lugar en 1989. Una prueba deportiva que ha pasado a la historia con nombre propio hasta convertirse en todo un mito: la sensacional ‘ironwar’, el extraordinario duelo entre los dos triatletas que más y mejor han sabido entender y dominar el exigente reto que propone cada año Hawai a quienes se atreven a desafiarlo: Dave Scott y Mark Allen.

REPORTAJE DE LA PRUEBA DEL 1989 REALIZADO POR LA CADENA ABC:

Cómo en toda rivalidad deportiva que se precie, Scott y Allen no podían ser más diferentes, representando cada uno poco menos que dos épocas y dos formas casi antagónicas de vivir el triatlón. Dave Scott, procedente de Davis, localidad de la zona más rural del estado de California, era el típico exponente de la vieja escuela del triatlón, la del ‘no pain, no gain’. Una filosofía basada en entrenar sin descanso y en solitario, hasta el límite de las fuerzas y más allá incluso de dónde estas piensas que pueden llevarte. Un estilo con el que triunfó ya en su primer Ironman, el último disputado en su emplazamiento original de Oahu, allá por 1980. A esta primera victoria le siguieron otras cinco y un segundo puesto en sus seis siguientes participaciones, ya en la isla de Kona, para un extraordinario total de seis triunfos en siete años. Una racha fantástica que se había visto interrumpida por una inoportuna lesión apenas unos días antes de celebrarse la prueba de 1988, por lo que su retorno en 1989 era todo un nuevo desafío para el veterano campeón, con treinta y cinco años ya cumplidos.

Mark Allen, por su parte, era algo así como la nueva ola que llegaba y quería arrasar con todo lo anterior. Cuatro años más joven, californiano también pero con raíces mucho más urbanas, más sociable, acostumbrado a entrenar en grupo y con unos planteamientos en los que la meditación y las sensaciones tenían un peso muy importante en su modo de prepararse, Allen ya era todo un referente en el triatlón mundial cuando afrontó el Ironman de 1989. Pero sus experiencias previas en la gran cita hawaiana le habían dejado más frustraciones que alegrías. Por dos veces había liderado en el sector final, la exigente maratón, pero en ambas ocasiones había acabado sucumbiendo ante el más experimentado Scott. Y cuando ausente este, en 1988, partía como el máximo favorito, dos pinchazos en el tramo de bicicleta le habían impedido conseguir una victoria que parecía no iba a llegar nunca, como si una especie de maldición le persiguiera cada vez que se lanzaba a las aguas del océano Pacífico para iniciar un nuevo Ironman en Hawai.

Ambos partían como claros favoritos para imponerse en 1989, con los pronósticos repartidos entre quien apostaba por la séptima victoria de Scott, y los que veían posible que, por fin, Allen, consiguiese imponerse. Los primeros se basaban en el poco menos que infalible conocimiento de cómo ganar la prueba que mostraba año tras año el veterano séxtuple ganador. Los segundos en la arrolladora temporada que llevaba el eterno aspirante, que se había mostrado poco menos que imbatible en todas las pruebas previas, batiendo además a Scott en varias de ellas. Pero el propio Allen, aun sabiendo que llegaba mejor preparado que nunca, no se quería dejar llevar por la euforia de sus triunfos en otros escenarios. El Ironman en Kona era, siempre lo había sido, ‘otra historia’, y su rival, además del fabuloso Scott, se encontraba escondido en cada metro de ese inmisericorde trazado al que aun no había logrado derrotar.

Cuando se daba el cañonazo de salida, a eso de las siete de la mañana, los dos favoritos se lanzaban al agua con un ligero retraso, sorprendidos por el disparo hecho un poco antes de lo previsto. De todas formas, por delante quedaban más de ocho horas de esfuerzo ante las que un mínimo puñado de segundos perdidos en el arranque del duro sector de natación no tenían la menor importancia. Algo menos de cincuenta minutos después, el alemán Wolfgang Dittrich salía del agua en cabeza, y tres minutos más tarde lo hacían los dos favoritos, con Scott por delante y Allen pegado a él como su sombra.

Como se esperaba, los casi cuatro kilómetros de natación no habían decidido quien de los dos iba a tener más opciones de ganar. Y tampoco lo harían los 180 de bicicleta, que ambos recorrían todo lo juntos que las reglas consienten ir en un sector ciclista en el que el ‘drafting’ no está permitido. En todo caso, Scott había ido siempre por delante, sin tener referencia clara de donde estaba Allen, al que apenas había logrado vislumbrar fugazmente en algún instante, mientras este procuraba no mostrar ningún signo en su rostro que pudiese dar pistas a su rival sobre si el ritmo que llevaba era el adecuado para castigarle antes de la decisiva maratón final.

Los 42,195 kilómetros de carrera a pie los iniciaba Dittrich aun en cabeza, con alrededor de dos minutos de margen. Pero el alemán sabía que su liderato iba a durar poco más. Con una marca en la maratón en torno a una hora peor que la de los dos estadounidenses, el germano era presa fácil para el dúo californiano, que lo alcanzaba y rebasaba cuando apenas habían transcurrido cinco kilómetros de carrera. Ya nadie se inmiscuía en el duelo que todo el mundo estaba esperando. Y entonces es cuando el Ironman de 1989 empezó a convertirse en una prueba de leyenda.

Los kilómetros pasaban y los dos hombres corrían codo con codo, la mirada al frente, los ojos fijos en el lejano horizonte al que les llevaban sus pies sobre las largas e interminables rectas de la ‘Queen K highway’, la autopista de la reina K. Una K que bien podía ser el símbolo de sus kilómetros y kilómetros de asfalto, abrasados por el sol mientras atravesaba los ardientes campos de lava que hacían aun más sofocante la sensación de calor en los ya muy castigados cuerpos de los dos contendientes. A la derecha, decidido siempre a estar en el lado más cercano al borde de la ruta en el que se situaban los puestos de avituallamiento, corría siempre Allen, tocado con una gorra amarilla, el mismo color de sus pantalones cortos y de los laterales de su moderna camiseta, en cuyo pecho era bien visible la ya famosa marca de Nike. A la izquierda, pegado a él y avanzando totalmente en paralelo, Scott no quería ni mirarle mientras seguía impasible, decidido a dejar atrás a su rival a base de imponer un ritmo suicida con sus largas piernas sosteniendo firmes el fornido cuerpo, apenas cubierto por una camiseta blanca del estilo más clásico, salpicada de pequeños logos y que no llegaba ni a cubrir un centímetro de sus llamativos pantalones verdes con curioso estampado lateral. Una visera plástica, con la marca de cerveza que patrocinaba la carrera, completaba el atuendo del seis veces ganador, cuya desaliñada imagen contrastaba con la mucho más cuidada de su rival como un detalle más en el enfrentamiento entre una era que estaba terminando y otra que se iba a iniciar.

Y así seguían, hombro con hombro, cuando apenas restaban ya apenas tres kilómetros. La única diferencia era la posición relativa de ambos en la carretera, con Scott ocupando ahora el lado interior, tras habérselo arrebatado a Allen aprovechando el giro que los mandaba de vuelta al punto de partida y camino de la ansiada meta final. Los dos continuaban con sus miradas al frente, cubiertos sus ojos con los oscuros cristales de sus gafas de sol para protegerles de los cada vez más intensos rayos y quien sabe si, además, ocultar a su rival cualquier pista en su expresión, cualquier atisbo que mostrase una posible debilidad que el otro pudiese aprovechar. La cadencia de ambos seguía siendo exacta, sus piernas moviéndose sin parar y al unísono, el resonar de las suelas de las zapatillas sobre el asfalto haciendo de eco al sonido de su respiración para conformar un ritmo repetido obsesivamente, minuto tras minuto, kilómetro tras kilómetro.

Sin embargo, aunque parecía que todo era igual que en los instantes anteriores, algo si que estaba cambiando. Por mucho que Scott había mantenido un ritmo muy superior al que le había llevado a sus seis triunfos anteriores, un ritmo con el que en todas las otras ocasiones en que se habían enfrentado había acabado destrozando a Allen, esta vez no lograba despegarlo ni un centímetro. Es más, Allen empezaba a darse cuenta que a Scott le costaba mantener la velocidad más que él cada vez que el terreno se empinaba hacía arriba.

Y entonces, cuando llegaban al último punto de avituallamiento, mientras Scott alargaba su brazo derecho para recoger el preciado líquido con el que paliar algo la sed y la inevitable sensación de agónico cansancio, Allen se daba cuenta de que ese era el momento en el que todo iba a ser diferente. En lugar de pensar en el instante de alivio que suponía dar ese último trago de agua fresca, su mente y su cuerpo iban en pos de un premio mayor, ganar por fin la carrera que se les había resistido hasta aquel día.

Justo tras ese último puesto de ayuda empezaba la última cuesta del recorrido y lo que parecía imposible empezaba a pasar. El hasta entonces indivisible tandem se deshacía en un momento, primero con Allen apenas un paso delante, enseguida con un par de metros de ventaja, poco después con cada vez más asfalto separando a los dos grandes rivales. Scott trataba de reaccionar pero no podía, y las imágenes del magnífico reportaje sobre la prueba realizado por la ABC nos lo muestran, en un momento dado, agachando fugazmente la cabeza, en un gesto que bien podría ser el de su definitiva rendición y que casi coincide en el tiempo con el vistazo hacia atrás de Allen para comprobar el éxito de su postrero ataque.

De ahí al final es la apoteosis para Allen, que cubre los últimos metros con una expresión de absoluta felicidad mientras, sin dejar de correr al máximo de lo que sus ya escasas fuerzas le permiten saluda al público agitando al viento una pequeña bandera de las barras y estrellas que acaba de recoger de un espectador con su mano derecha. Cuando finalmente cruza la meta lo hace con un crono extraordinario: ocho horas nueve minutos quince segundos. ¡Nunca nadie antes había bajado de las ocho horas diez! ¡¡Ni tampoco de las ocho veinte!! … ¡¡¡Ni casi de las ocho treinta!!! El anterior record, en poder precisamente de Scott, era de 8:28.37 y Allen lo acababa de rebajar en más de diecinueve minutos. El propio Scott, que llega menos de sesenta segundos después, ha pulverizado también su mejor marca previa en más de dieciocho minutos. Pero ni ese extraordinario registro ha sido suficiente para volver a derrotar a Allen.

El relevo en la cima del Ironman se acaba de producir en la mejor carrera vista hasta entonces y, probablemente, la mejor vista también en los casi treinta años que han transcurrido desde aquel ya lejano día de octubre de 1989. Después de esta ansiada primera victoria de 1989, Allen sumó cinco más para igualar las seis de Scott, que nunca volvió a ganar en Hawai, aunque logró aun la extraordinaria proeza de ser segundo con cuarenta años de edad, en 1994, con un crono mejor que el alcanzado en cinco de sus seis victorias. Y hoy, casi tres décadas después, los dos siguen liderando el ranking de ganadores de la clásica cita hawainana, y su duelo, bautizado como ‘Ironwar’ por el periodista Bob Babbitt, uno de los atónitos seguidores que tuvieron la fortuna de seguir de cerca la carrera, ha pasado a la historia del deporte mundial como uno de los más espectaculares y más apasionantes. Tanto como para que incluso ilustres sucesores de ambos, como los fantásticos Chris McCormack y Andreas Raelert, lo recordaran en plena lucha por la victoria en la edición del 2010, cuando el australiano le dice con orgullo al alemán… ’¡esto es como el ironwar!”.

LA REEDICIÓN DEL DUELO EN 2010 CON RAELERT Y 'MACCA':

MÁS INFORMACIÓN:

IronWar Uncut - Dave Scott and Mark Allen – entrevistados por Bob Babbitt en el 20 aniversario de la carrera

The Art of War: Looking back at the 1989 Iron War – crónica de la prueba publicada en 1989 por la revista ‘triathlon news’

Iron War: Dave Scott, Mark Allen, and the Greatest Race Ever Run – enlace a la ficha del libro escrito por Matt Fitzgerald

www.joanbenoitsamuelson.com - Web oficial de Dave Scott

www.joanbenoitsamuelson.com - Web oficial de Mark Allen

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