LA CARRERA QUE IMPRESIONÓ A UN FAMOSO ESCRITOR Y EMOCIONÓ A UNA REINA

La prueba de maratón de los Juegos Olímpicos de Londres de 1908 ya hubiera pasado a la historia por derecho propio aunque solo fuese porque en ella se definió la distancia con la que, desde entonces, se disputan todas las maratones, sean estas olímpicas o no. Esos famosos cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros que ha de medir cualquier maratón surgieron del resultado de convertir al sistema métrico las 26 millas y trescientas ochenta y cinco yardas a recorrer por los cerca de 60 atletas que, aquel día de verano de hace más de un siglo, salieron de los jardines del castillo de Windsor para enfrentarse al trazado que les llevaría, primero serpenteando a través de la campiña de las afueras de Londres y, después, atravesando las calles de la capital británica, hasta el estadio de White City.

Según cuentan las crónicas de la época, la distancia estaba inicialmente en consonancia con el mandato de las aun escasas reglas existentes entonces, que estipulaban para la maratón una longitud de ’25 o 26 millas’. Y, precisamente, desde el Castillo de Windsor al estadio londinense había esas 26 millas que se consideraban el máximo permisible para la prueba. Pero, según cuenta la leyenda (porque, en realidad, tampoco es un hecho comprobado a ciencia cierta), se les acabaron añadiendo 385 yardas más, con el fin de satisfacer los deseos de la reina Alejandra, que quería la partida en una zona concreta de los jardines de palacio, para facilitar que la viesen sus nietos, y la llegada justo delante de la tribuna de autoridades que iba a ocupar la Familia Real en el estadio.

Y precisamente en ese estadio, esperando la llegada de los primeros atletas, se encontraba el ya entonces famoso escritor Sir Arthur Conan Doyle, a quien el Daily Mirror le había encargado una crónica sobre la prueba para su edición del día siguiente. Y aunque el creador del inmortal Sherlock Holmes no se dedicaba habitualmente al periodismo deportivo, aceptó el encargo para, según comenta con humor típicamente británico en su autobiografía, ‘tener un buen asiento desde el que ver la llegada’… ¡los privilegios de la prensa, ya se sabe!

Una llegada que acabó siendo histórica, por lo dramático de su desenlace, y que relató del siguiente y emotivo modo tan ilustre cronista, cuyas palabras me he permitido traducir de forma más o menos libre, dejando al pie del reportaje el enlace al texto original, en inglés, para quien prefiera (lo recomiendo) leer lo que escribió exactamente Mister Doyle:

Somos cincuenta mil los que estamos aguardando que el hombre aparezca, esperando ansiosos, deseosos, los movimientos de las cabezas como prueba de la impaciencia de la multitud. Tiene que llegar de más allá de esa puerta.


Cada ojo en la gran tribuna curvada está fijo en la entrada. ¿Qué emblema se mostrará sobre su camiseta teñida de polvo? ¿La hoja de arce roja, el azul y amarillo, las barras y estrellas o los sencillos números de los británicos? Esas cifras en el marcador no nos dicen nada. El hombre que tenga aun una pizca dentro de si será el que encabece el grupo. Tiene que estar muy cerca ahora, acelerando calle abajo entre filas de gente que grita. Podemos oír el creciente murmullo. Cada ojo se posa en la entrada. ¡Y entonces, por fin, llega!


Pero ¡qué diferente es del exultante vencedor que esperábamos! De la oscuridad del arco surge un pequeño hombre, con pantalones rojos, diminuto como un muchacho. Se tambalea nada más entrar y hacer frente al rugido de los aplausos. Entonces, gira con debilidad hacia la izquierda y trota fatigosamente sobre la pista. Amigos y entusiastas se arremolinan a su alrededor.


De repente todo el grupo se detiene. Se ven gestos frenéticos. Los espectadores se levantan de sus asientos. ¡Dioses del cielo! Se ha desmayado: ¿será posible que en estos últimos momentos el premio se le pueda escapar entre los dedos? Cada ojo se dirige de nuevo a ese oscuro arco por el que acaba de entrar. No ha aparecido aun un segundo hombre. Se siente un gran suspiro de alivio. No creo que en toda esta multitud haya nadie que desee que la victoria le sea arrebatada en el último instante a este valeroso y pequeño italiano. ¡Se la ha ganado! ¡Debe conseguirla!


Gracias a Díos está de nuevo en pie, las pequeñas piernas vestidas de rojo moviéndose incoherentemente pero golpeando con fuerza, animadas por un supremo deseo interior. Hay un gemido cuando cae de nuevo, y vítores cuando vuelve a tambalearse sobre sus pies. Es a la vez horrible y fascinante, esta lucha entre un objetivo prefijado y un marco completamente agotado. Otra vez, por una centena de yardas, corre con el mismo furioso y a la vez incierto paso. Y entonces se desvanece de nuevo, amables manos salvándole de una dura caída.


Está a unas pocas yardas de mi asiento. Entre las figuras paradas a su alrededor y las manos que tantean en el aire vislumbro su rostro demacrado y ojeroso, sus ojos vidriosos y sin expresión, el lacio cabello negro pegado a su frente. Seguramente está acabado. No podrá levantarse de nuevo.


Bajo el arco aparece un segundo corredor, Hayes, con las barras y estrellas en su pecho, moviéndose con elegancia para las fuerzas que le quedan. Al italiano le restan solo veinte yardas… ¡si puede hacerlas! Se levanta, sin rastro de conciencia en su mirada y, otra vez, sus piernas vestidas de rojo arrancan con ese extraño y automático paso.


¿Caerá de nuevo? No, se balancea, se equilibra y atraviesa la cinta de llegada para desplomarse en brazos amigos. Ha ido hasta el extremo de la resistencia humana. Ningún romano de la mejor época habrá mostrado nunca el calibre de Dorando en los Juegos Olímpicos de 1908. ¡La gran raza no está todavía extinta!

Un final así, digno de una novela de las que escribía Doyle, hubiese sido el perfecto colofón a la hazaña de Dorando Pietri. Pero las reglas del deporte no entienden de sentimientos. Apenas ocurridos los hechos que tan apasionadamente describió Sir Arthur, la delegación estadounidense presenta una reclamación, ya que es obvio que el italiano ha cruzado la línea de meta gracias a la ayuda de los jueces y voluntarios que le asistieron en esos dramáticos metros finales. La descalificación de Pietri es inevitable y la medalla de oro la gana, finalmente, el norteamericano Hayes.

Pero la hazaña del pequeño atleta ha calado hondo en los británicos, desde el escritor convertido en cronista deportivo por un día hasta la propia Reina Alejandra. Doyle promueve una cuestación popular, a través del Daily Mail, que recauda una importante cantidad de dinero para el italiano, y su majestad decide premiarle con un trofeo igual al del vencedor oficial. Para todos, el auténtico ganador es Dorando Pietri, quien gracias a su tesón para conseguir, como fuese, cruzar la meta, alcanza finalmente mucho más que la medalla de oro que perseguía. El diminuto italiano se hace infinitamente más famoso que si hubiera sido reconocido su éxito con la primera plaza en la clasificación, rentabiliza en los meses y años posteriores su notoriedad, compitiendo y ganando en numerosas carreras con jugosos premios y, por encima de todo, pasa a la historia como un auténtico héroe cuyo nombre sigue siendo recordado más de un siglo después mientras que del americano que figura en el palmarés como campeón olímpico de aquel maratón apenas nadie se acuerda.

VÍDEO

MÁS INFORMACIÓN:

Conan Doyle souvenir of the event – el texto del artículo original reproducido en la web ‘The Arthur Conan Doyle Encyclopedia’

"From Windsor Castle to White City: The 1908 Olympic Marathon Route" – Artículo en PDF sobre el recorrido de la prueba.

"1907/1908 sketch map of the marathon route" – Imagen en jpg del mapa del recorrido que se conserva en el archivo nacional de Londres

Scenes From the 1908 London Olympic Marathon – fotografías de diferentes momentos de la maratón olímpica de 1908

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